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En nada había variado. Los mismos muebles, los mismos objetos; las papeleras manchadas de tinta, con letreros en las tapas, grabados a punta de cortaplumas; el pizarrón, el mismo pizarrón de otro tiempo, en su caballete verde; la mesa del dómine ocupada por los mismos libros, todos muy bien colocados.

El tren corría por la costa, teniendo á un lado el desierto azul del golfo de Salerno y al otro las montañas rojas y verdes, manchadas de blanco por aldeas y caseríos. Todo lo abarcó la doctora con sus vidrios fulgurantes. ¡País de bandidos! dijo mostrando el puño . ¡Tierra de mandolinistas, sin palabra y sin gratitud!...

Tornaba al palacio siempre fatigada y se apresuraba á lavarse las manos manchadas de tierra. Después se desayunaba en compañía de sus hijos, con los cuales permanecía encerrada en sus habitaciones toda la mañana, alternando los juegos con el trabajo. Eran las horas más deliciosas de su existencia.

Adquirían un sentimentalismo conmovedor, una unción religiosa en el silencio del campo, como si aquella poesía ingenua y gallarda, cansada de rodar sobre las mesas, manchadas de vino y de sangre, se rejuveneciera al tenderse soñolienta en los surcos de la tierra bajo los pabellones de pámpanos. La voz de María de la Luz era famosa en la ciudad.

Entraron al dormitorio de Anastasio: una pieza cuadrada y blanqueada que tenía sobre una pared un rifle colgado y más abajo un trabuco mohoso; una cama bien tendida con colcha de damasco azul y blanco; una mesa con diversos tarritos y botellas de bebidas; tres gruesas sillas de pino y paja y una percha de la que pendían diversas piezas de vestir; en las paredes, manchadas por vinchucas, un almanaque conservando aún la hoja del 31 de diciembre, varias estampas religiosas y un grabado grande con el retrato del gobernador.

Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole piedras, con una de las cuales la descalabraron al fin. ¡Que me matan! gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza. Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

Al aproximarse a la luz del velón, Salvatierra se fijó en el color cobrizo de su cara, en las córneas de sus ojos, que parecían manchadas de tabaco, en sus manos de dos colores, con la palma sonrosada y el dorso de un negro que aún se hacía más intenso bajo las uñas.

Antes de salvarlo por un puentecillo de madera, Tristán propuso apearse y descansar un poco. Clara se resistió débilmente; era ya tarde; deseaba llegar a casa antes que regresasen de la estación sus hermanos. Pero cedió al fin por complacerle. ¿Un ratito nada más, verdad? Cinco minutos echando por largo. El agua bajaba brincando entre rocas manchadas de musgo.

Toda su prole se sublevaba. Sólo se componía de unos cien muchachos, pero se hubiera dicho que la tierra entera había empezado á gritar. Por primera vez en su vida Eva contempló atentamente á sus hijos. Eran demasiado feos para presentarlos al Señor. Tenían los cabellos en maraña, las mejillas manchadas de barro seco y las narices cubiertas de costras.

Parece siguió después el minero, mirándolas á entrambas con sus ojos de fiera traidora que no os gustan las caras manchadas de carbón... Os alegran más las que están salpicadas de leche y borona como las de aquellos zotes que os acompañaban en la lumbrada del Carmen... ¡Podían no gustarnos más! exclamó con desenfado Flora. Aquéllos son hombres... y vosotros unos micos.