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La divina imagen, fija en el madero con cuatro clavitos de plata, se me antojó, en tal sitio, oportuno signo de resignación. Desencajadas las facciones, pálido el rostro, amoratadas las sienes, afilada la nariz, los ojos mortecinos, los labios entreabiertos por la agonía, me pareció que dirigía a los mamotretos echados en olvido, dolorosa mirada de extraña compasiva piedad.

Había encontrado al hermano Vicente, aquel santo loco que repartía papelillos católicos y propagaba la religión en las afueras. Vivía en las inmediaciones de la plaza de la Cebada. Isidro había subido a la habitación, un piso cuarto, bajo el tejado, pero con piezas de sobra para el hermano Vicente y los viejos mamotretos de su biblioteca. Vivirían con él.

En el Nuevo Mundo sólo hay preocupaciones de raza para el negro, y como nadie se fija en los judíos, éstos pierde el rencor que inspira la persecución y acaban por confundirse con los demás... A propósito; también viene un barquero de París, un señor condecorado, de barbas rojas y largas, que usted habrá visto por las mañanas en el paseo con las piernas envueltas en una piel y estudiando mamotretos llenos de cifras.

Refiere Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad maternal.

¿Se ha fijado, Isidro, en los títulos de esos mamotretos? dijo Ojeda al alejarse unos cuantos pasos . Proyectos de ferrocarriles, obras de salubridad para ciudades, desecación de terrenos, aguas corrientes, tranvías... Ese señor lleva con él toda una civilización. Y todo es para el Brasil: los más de sus negocios están en San Pablo, a juzgar por los rótulos.

Ahora pagarían sus embustes siempre que se les pedía un libro moderno: el negar su existencia o el afirmar que lo tenía otro lector entre manos; aquel deseo de que no se leyesen mas que obras rancias, de inútil erudición, mamotretos enojosos que repelían a la gente, quitándola los deseos de instruirse.

Algunas veces, falto de libros, pues había vendido todos los suyos que eran de cierto valor, sacaba alguno de la biblioteca del señor Vicente e intentaba reír con las piadosas extravagancias de las vidas de los santos. Pero el tiempo no estaba para risas, y acababa por devolver a su estante los mamotretos apolillados.

Era un muchacho pálido, ojeroso, exangüe y consumido por el trabajo; un infeliz, condenado, sin duda, a prisión perpetua en aquel mundo de legajos y mamotretos; siempre inclinado sobre aquella mesita cubierta con un tapete de bayeta verde, delante de aquel tintero de plomo lleno de tinta espesa y natosa. ¿El señor Castro Pérez? ¡En la otra pieza! me contestó el covachuelista. ¿Puedo pasar?

Casi en el centro del gabinete, una mesa, una gran mesa con su cubierta de paño verde, que caía hasta cerca del suelo, dejando ver los pies del mueble, unas garras de león o de grifo que hincaban en sendas esferillas las pujantes uñas, como en mísera presa famélico milano. Cargada de legajos y mamotretos, aquella mesa característica no tenía espacio libre en su ancha superficie.

«¿Por qué autor estudian ustedes legislación allá? preguntaba el grave doctor Jigena a un joven de Buenos Aires . Por Bentham. ¿Por quién dice usted? ¿Por Benthancito? señalando con el dedo el tamaño del volumen en dozavo en que anda la edición de Bentham . ¡Ja, ja, ja!... ¡Por Benthancito! En un escrito mío hay más doctrina que en esos mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos!