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Detrás de ella lucía el retablo del altar mayor su majestuosa fábrica de un dorado suave y viejo: todo un mundo de figuras representando, bajo calados doseletes, las diversas escenas del drama de la Pasión. Entre el retablo y la verja, el oro parecía chorrear, resbalando por las blancas paredes, marcando con líneas deslumbrantes las junturas de los sillares.

Merced á su cola esos seres avanzan con una rapidez, una comodidad majestuosa, reconociéndose perfectamente en ellos á los soberanos del planeta.» Y añadiría: «Lástima que la parte sólida de ese globo esté desierta, ó sólo contenga animalillos insignificantes para poder divisarse. Unicamente el mar está habitado, y por una raza buena y apacible.

Pero casi todas, para no romper enteramente con la majestuosa tradición, habían añadido al faldellín de moda una cola estrecha y aguda como una lengua, que seguía sus pasos. Una dama salió al encuentro de Lubimoff, y éste tardó en reconocerla. ¡Hacía tantos años que no había visto á Alicia vestida de soirée!

El nacimiento de sus tres hijos, las enfermedades propias de la infancia, el diente que apunta con rabioso dolor, el constipado que obliga a la madre a pasar la noche en vela y las estúpidas travesuras de su cuñado aquel hermano de Remedios que le temía a él más que a su padre, influenciado por el respeto que infundía su majestuosa persona eran los únicos sucesos que habían alterado un poco la monotonía de su existencia.

Y me explico tambien, por qué dos versos de la poesía inglesa, de la poesía sajona, de la poesía scita, esto es, de la poesía del Septentrion, me gustan más, muchísimo más, que todo lo que ha dicho la poesía italiana, inclusa la majestuosa poesía del Dante, acerca de un principio supremo.

En los altos cielos, espacios eternamente misteriosos y negados por siempre al pensamiento humano, allí donde solo llegan los desvaríos de la imaginación y los arrobos de la fe, resonaban dos voces de acento sobrenatural y prodigioso. La una era majestuosa, imponente y dulce sobre toda ponderación; la otra era voz humana, dignificada y ennoblecida por la santidad. ¡Pedro! dijo la primera.

Su majestuosa figura, fantasma blanco en medio de la sombra, traía como un misterio teatral a la solitaria habitación en que el padre y el hijo estaban, rodeados de tinieblas e invisibles. «¿Se ha marchado D. Manuel?».

Pensó en dirigirle alguna pregunta, pero tardó varios días, porque el señor Soraberri era tardo en todo. Al último le dijo, con su majestuosa lentitud: ¿De quién es este niño, amigo Tellagorri? ¿Este chico? Es un pariente mío. ¿Algún Tellagorri? No; se llama Martín Zalacaín. ¡Hombre! ¡Hombre! Martín López de Zalacaín. No, López no dijo Tellagorri. Yo lo que me digo.

Subió á su habitación, para revestirse con la levita de los desafíos. Había llegado el momento de oficiar. Quedó indeciso ante el espejo, apreciando la falta de concordancia entre esta prenda majestuosa y el sombrero hongo que le servía de remate. ¡Ah, la guerra!

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina. Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura.