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El arquero Tristán es de este pueblo de Horla y la mujer es su madre, que le da la bienvenida á su manera. ¡Yo te enseñaré, holgazán, perdido, gandul! gritaba la vieja esgrimiendo la vara. Poco á poco, madre, decía Tristán, que ya no ando de vago sino que soy arquero del rey y voy á las guerras de Francia. ¿Con que á Francia, bribón?

Cuando aconteció esta desgracia, no quiso por nada de este mundo separarse de la familia, bien que su ama la había legado haber de sobra para vivir independiente. Tal como yo la recuerdo era ya muy vieja. Vivía en casa de otra de mis tías, hermana de mi madre, más como una parienta querida que en calidad de criada.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería á las dos.

Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico.

Madre, tráiganos usted también pan y queso y algunos chorizos, porque éstos son amigos á quienes yo estimo por encima de todos los del llano. La tía Agustina los saludó cariñosamente. Cediendo á las instancias de su hijo, se presentó inmediatamente con un enorme pan de escanda tan oscuro como sabroso, y poco después un queso fresco y chorizos, fabricado todo de sus manos.

Lo que no sabía el padre, ni lo sabía la tía, que le mimaba como no lo hubiera hecho su propia madre, es que el niño no parecía por la Facultad y seguía estudios menos académicos en aulas más favorecidas.

Adivinó que su hijo aún se acordaba de ella. «¡Y no poder traérsela!...» El padre rígido del año anterior se contempló con asombro al formular mentalmente este deseo inmoral. Pasaron un cuarto de hora sin soltarse las manos, mirándose en los ojos. Julio preguntó por su madre y por Chichí. Recibía cartas de ellas con frecuencia, pero esto no bastaba á su curiosidad.

El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba á afirmar que había tres. La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le comiera: tomó otro huevo para ella, y dijo á su sabio vastago: El tercero, cómetele .

Hízolo así el buen hidalgo no sólo porque había muerto tu santa madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayor y único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su carácter díscolo y violento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él.

Muchos se inclinan á este parecer; pero los más antiguos exponen los inconvenientes que se seguirían de admitir en la orden á un personaje de tan humilde origen, porque su padre, San José, es un pobre carpintero, y la Santa Virgen, su madre, una costurera. Nuestro Señor espera muy inquieto la resolución de los caballeros, que, al fin, con alguna pena rechazan su pretensión.