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Yo, por mi parte, confieso que, a haber tenido la desgracia de nacer pagano, sería ese proverbio una de las cosas que más me retraerían de adoptar la existencia de muchos dioses; porque soy de mío tan indómito e independiente, que me asustaría la idea de proponer yo, y de que dispusiesen de mis propósitos millares de dioses, ya que desdichadamente ha de ser hombre un periodista, y lo que es peor, hombre débil y quebradizo.

Perdonad, señor mío le dijo sonriendo ; pero me hacéis mucho daño, y no tengo valor para que me lastiméis de nuevo; aún siento el dolor horrible del cruel beso que me dísteis esta mañana. Tratadme, pues, con caridad; sentáos y hablemos como dos buenos amigos que se despiden para no volverse á ver. ¡Ah, Dorotea! ¿estáis irritada conmigo? Irritada no; estoy lastimada y nada más. Pero sentáos.

El cielo, mi cielo, el universo, el mío, la eternidad, mi eternidad, la gloria de las glorias, la mía, todo se concentra en él: y todos los caminos, los de esta vida y los de la otra, son calvarios y sendas de espinas sin su compañía y sin el brazo suyo para conducirme. Mi alma ya no es mía; está trasfundida en otra. Mi corazón ha perdido su ritmo propio para latir a compás de otro.

Yo lo cerré contra el mío, y, aunque era un muchacho, no qué vagas nociones de ternura, qué entusiasmos indefinibles experimentó mi ser al sentir el frío desnudo de la carne, y al aspirar el perfume nunca aspirado de aquella singular criatura. Han pasado algunos años. Estoy lejos de Buenos Aires; en una ciudad cuyo nombre no interesa al lector.

¡Dios mío! exclamó Dorotea, exhalando un grito de espanto, mirando con terror al bufón ¡vos me habéis criado á precio de sangre humana, y vuestra maldición ha caído sobre ! Y como Dorotea quisiese huir, el bufón la retuvo. Espera, espera la dijo ; aún no he concluído; llegó un día en que ya no fuiste una niña, sino una mujer, y una mujer hermosísima... entonces, sin poderlo evitar te amé...

La pálida y moribunda desposada volvió hacia el prelado sus ojos, en los que se reflejaba la gratitud más sincera; después estrechó a Carlos contra su pecho... y como si hubiese esperado su último beso, con la mano le mostró el cielo, diciéndole: ¡Amado mío... mi esposo! ¡voy a esperarte!... Al concluir de pronunciar estas palabras, dejó de existir.

En lo de sentarme le dije, haciéndolo , le obedezco a usted desde luego; pero en lo de hablar... no tanto. ¡Esta es buena, trastajo! ¿Por qué, hombre? Porque quiero darle a usted la preferencia, como debo, en lo que mutuamente tenemos que decirnos, según parece. Vaya, vaya, déjate de cumplimientos, y empecemos por el caso tuyo, que para el mío siempre hay lugar.

Para contentar á éste, le dirige varias cartas amorosas, como, por ejemplo, la siguiente: Celosa temo, caro dueño mío, Que os venzan intereses de una Infanta. Perdonad, que, en efecto, en verdad tanta, Contra amor no es valiente el albedrío. Causóos Don Lope el ciego desvarío Sin culpa, de sospechas y desvelos: ¿Qué haré yo, combatida de mis celos. Si el temor me da causa de culparos?

Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes.

Después de tantísimos años de probidad comercial, de prosperidad lenta pero segura, no puedo conformarme con esta vida de agitación y sobresalto que noto en torno mío, ni menos ver con tranquilidad una ganancia inmoral y estrepitosa. Pero ¿por qué se ha de molestar usted tanto? dijo el joven con tono conciliador . Lo mejor es que deje correr las cosas.