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Los demás se echaron entonces a los pies del fraile. ¡Padre mío, ruegue por nosotros! Y el fraile y ellos se prosternaron gritando: ¡San Juan, San Juan, rogad a Dios por nosotros!

Ballester la miraba sin osar decirle nada, respetando aquel dolor que por lo muy verdadero no podía disimularse. Por fin, Fortunata, como quien vuelve en , se levantó de la silla, y le dijo: Esas píldoras, ¿las ha hecho usted? Y a propósito, a usted no le vendrá mal tomarse una. ¿Yo?... Lo mío no va con píldoras... Quédese con Dios; me voy a mi casa.

Mucho, mucho. Pero son datos preciosos. Vamos a otra cosa. Un coronel de Artillería, cuya nombre debe usted saber, se presentó en el despacho de Andréu, primo y compañero mío, hace quince años, y le habló de un asunto penoso y delicado. Al día siguiente Andréu había extendido un documento que llamamos acta de reconocimiento. Adelante.

Rosita, Rosita, trata de arrastrarme detrás de esos naranjos antes de que amanezca, porque yo no puedo valerme. ¡Oh! ¡sufro mucho! El desgraciado se había fracturado el fémur y los huesos le agujereaban la piel. Rosita, amor mío, Rosita mía, ayúdame... repetía con voz débil. La monja lanzó una carcajada convulsiva y violenta, sus ojos se agrandaron de una manera espantosa, pero no se movió.

No; se los habrán comido los cangrejos ladrones. Aquí estoy viendo uno de esos cocos, que, por la manera de estar horadado, se comprende que lo ha sido por uno de esos crustáceos, que hacen sus madrigueras en la arena. ¿Es que hay cangrejos que comen cocos? preguntó Hans. , hijo mío, y que se los comen con mucho gusto, porque son muy glotones. Son cangrejos enormes, armados de fortísimas presas.

Pero nunca consideré aquel estado de vida sino transitorio, pues una especie de instinto profético, una voz misteriosa me murmuraba continuamente al oído, diciéndome que en una época, no lejana, y cuando para bien mío fuera necesario un cambio, éste se efectuaría.

45 Salid de en medio de ella, pueblo mío, y salvad cada uno su vida de la ira del furor del SE

No hubiera sabido siquiera porqué he sido despedido tan deliberadamente por la señorita Guichard ... con harto sentimiento mío, porque tengo un placer infinito en ver á usted y en oirla.

Pues no, no le abandono, aunque lo mande quien lo mande. Es mío». Como que te ha costado tu dinero. viii El chico le echó los brazos al cuello y miró a los demás con rencor, como indignado de la nota infamante que se quería arrojar sobre su estirpe.

El doctor, con los ojos arrasados en lágrimas, los estrechó en sus brazos y exclamó elevando los ojos al cielo: ¡Oh, mis dos últimos amores en la tierra!... ¡Dios mío! ¡Haz que sean felices y gocen tranquilidad; , que vivan tranquilos en este mundo, y alcancen la dicha eterna en el otro! Les besó la frente.