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No había aún el cura salido del patio, cuando mi tía se abalanzó sobre mi sacudiéndome el hombro hasta la dislocación. ¡Bachillera, atrevida! voceó, ¿qué has hecho para que el cura se haya ido tan pronto? ¿Por qué se enfada usted le repliqué, si no sabe de lo que se trata? ¡Ah! ¿Conque yo no ? ¿Conque no he oído lo que le decías al cura, desfachatada?

Bien es que sepas también lo que durante mucho tiempo he procurado ocultarme a misma, lo que yo veo distintamente con susto y con pena y lo que me duele confesarte.

Lo cierto es que si no eran fundadas mis sospechas, debían de serlo. Cuando menos lo esperaba, me dijo el Cura al despedirse de en el estragal de la casona, cerca ya de la hora de comer: Mañana, si Dios quiere, y a caballo los dos.

FRAICHEROSE. ¡Bah! ¡Si te paras en detalles, no acabaremos nunca...! Si no me das el brillante esta noche, otro me lo dará mañana. Seguiremos siendo buenos amigos, y nada más. Y dejarás de ser el amado de mi corazón. RAÚL. ¿Adonde irás...? FRAICHEROSE. A ver al Nuncio de Su Santidad, que me ha dado una cita para confesarme. Después de esto, amor mío, me volveré a vestir y regresaré a casa.

¡Ah, es una felicidad! Efectivamente, en aquel momento me hallaba bastante satisfecho de mi suerte. Las dos riberas entre las cuales nos deslizábamos, estaban cubiertas de heno recién cortado, que perfumaba el aire.

En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito a ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.

Siempre tan suspicaz, hija mía. Tu precoz espíritu crítico no hace más que martirizarte. Este agradecimiento tuyo, injustificado en este caso, me recuerda un gracioso episodio que te voy a contar. Hace dos años di otra fiesta en mi casa. Los jóvenes atendían a ésta muy poco. Petrona ha hecho cuanto ha podido para casarla y... nada ¡imposible! La criatura es incolocable.

En su centro y sobre la colina, cuyas laderas cubre el bosque, está construida la hermosa residencia del conde Estanislao de Tarlein, pariente lejano de mi amigo el joven Tarlein. El Conde visitaba aquella propiedad muy raras veces, la había puesto a mi disposición y a ella nos dirigíamos.

Pero yo, que veía las cosas de otra manera, me estuve callandito hasta que una columna francesa vino a colocarse delante de en tal disposición, que mis disparos podían enfilarla de un extremo a otro. Los franceses forman la línea con gran perfección.

Tampoco... La fisonomía de aquel señor, mi conocido, se contrae; sus ojos adquieren una expresión severa que me infunde tristeza y pavor. ¿Y entonces qué se hace usted? No qué responder, vacilo y tiemblo. La condesa soltó una carcajada, dejando ver el oro de algunos de sus dientes empastados. Me arrepiento y pido perdón humildemente.