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Si viniera el médico la aplacaría dándole esos pinchacitos que llaman yeciones... ¿sabe?, una gotita de morfina». Sin duda por esta frecuencia de los accesos veíalos Severiana con relativa calma, como los que se acostumbran a los prodigios del dolor humano en las clínicas.

Entonces, reparando el marino en la profunda alteración de sus facciones, observó: también pareces enfermo.... El médico perdió su aplomo hasta el punto de no saber qué contestar, y la despedida resultó fría y penosa. Todo el resto de aquel día se pasó en Rucanto en una tesitura violentísima, pero sin una voz levantada, sin un insulto echado a volar.

Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y le despertó diciendo: La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio. ¿Al médico? gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama y restregándose los ojos hinchados por el sueño . ¡Al médico, tan temprano! ¿Qué hay, qué ocurre?

Cuando llegó el momento crítico mostró una bravura que rayaba en heroísmo. Luis quería confiarse a un médico: ella se opuso. ¿Para qué? Con la asistencia de Jacoba le bastaba. El confiar tal secreto a otra persona era peligroso.

No... si no son tonteras... Ustedes son dos enfermos; yo soy el «médico», y es justo que haga clínica, apreciando en todo su valor hasta el síntoma menos importante para otro ojo menos experto. ¡Y en vez de clínica, haces tonteras... insisto! Gracias por la amabilidad. ¿Vas a resentirte? ¡Qué esperanza! Nada más agradable que verse tratado así por un amigo...

Ahora alegrarse, don Pedro dijo el médico . Lo peor está pasado. Se ha conseguido lo que usted tanto deseaba.... ¿No quería usted que la criatura saliese toda viva y sin daño? Pues ahí la tenemos, sana y salva. Ha costado trabajillo..., pero al fin....

El médico va de uno a otro, interrogándoles, contemporizando graciosamente con las manías de ellos, sin dejar de hacer objeciones discretas a cada una.

Refiriéndose solamente a las circunstancias exteriores de la catástrofe, contaban todos que el Príncipe había vuelto a la villa dos días antes, después de una ausencia de algunas semanas; que la señora se había levantado esa mañana más temprano que de costumbre y había permanecido como una hora en el terrado, mientras su compañero trabajaba en el escritorio, con una dama que había llegado como a las nueve; que antes del almuerzo la Condesa había enviado a la ciudad, con unos encargos, a Julia, la doncella italiana que tenía desde hacía largo tiempo; que, cuando ya iba el almuerzo a ser servido, el disparo había hecho estremecer a todos: que del segundo piso, donde estaban las habitaciones de los patrones, se había lanzado el Príncipe al piso bajo como un loco, pidiendo que se llamara a un médico, y que todos habían subido precipitadamente al cuarto de la Condesa, donde la extranjera, después de intentar en vano socorrer a aquélla, había tratado, igualmente en vano, consolar al desesperado Príncipe.

El vicio es lo mismo que la virtud: el crimen y la bondad valen igual: vivamos y gocemos todo lo que nos sea posible, sin escrúpulo alguno, ya que nadie nos ha de pedir cuentas. ¿Es esta su moral, doctor preguntaba irónicamente el abogado. ¿No es esto lo que se desprende de la ciencia moderna?... Las dos mujeres mostraban su admiración por Urquiola con miradas de lástima al médico.

Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros. Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.