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Al día siguiente, muy de mañana, sintieron los dos que les despertaban de un empujón; se levantaron y oyeron la voz de Luschía: Hala. Vamos andando. Era todavía de noche; la partida estuvo lista en un momento. Al mediodía se detuvieron en Fagollaga y al anochecer llegaban a una venta próxima a Andoain, en donde hicieron alto. Entraron en la cocina. Según dijo Luschía, allí se encontraba el Cura.

Estás excomulgado. ¡Yo! ¿Excomulgado? dijo Ipintza lleno de terror, y retrocedió y enarboló su blanco garrote. Bueno, bueno gritó Luschía al estudiante . Basta de bromas. Praschcu echó unas cuantas brazadas de ramas secas. Chisporroteó el fuego alegremente; después, unos se pusieron a jugar al mus y Bautista lució su magnífica voz cantando varios zortzicos.

No temáis dijo . Si cumplís bien, nada os pasará. Nada tememos contestó Martín. Fueron los tres a la cocina de la posada, y el Jabonero se mezcló entre la gente de la partida, que esperaba la cena. Se reunieron en la misma mesa el Jabonero, Luschía, Belcha, el corneta de Lasala y uno gordo, a quien llamaban Anchusa.

Bajaron primero dos campesinos vascongados y un cura; luego, un hombre rubio, al parecer extranjero, y después saltó una muchacha morena, que ayudó a bajar a una señora gruesa, de pelo blanco. Pero Dios mío, ¿adónde nos llevan? exclamó ésta. Nadie le contestó. ¡Anchusa! ¡Luschía! Desenganchad los caballos gritó el Cura . Ahora, todos a la posada.

Tal era la historia de Joshé Cracasch, que contó Dantchari, el Estudiante, con algunos latinajos más de los que pone el autor. Al tercer día de estar en la venta, la inacción era grande, y entre el Jabonero y Luschía acordaron detener aquella mañana la diligencia que iba desde San Sebastián a Tolosa.

El hombre oía y, de cuando en cuando, volviéndose al ejecutor de sus órdenes, decía con voz gangosa: ¡Jo! ¡Jo! Y volvía a caer la vara cobre las espaldas desnudas. Concluída la paliza, Luschía dió la orden de marcha, y los quince o veinte hombres tomaron hacia Oyarzun, por el camino que pasa por la Cuesta de la Agonía.

Cuatro mozos entraron en el portal y subieron por la escalera. Luschía, mientras tanto, preguntó a Martín: ¿Vosotros de dónde sois? De Zaro. ¿Sois franceses? dijo Bautista. Martín no quiso decir que él no lo era, sabiendo que el decir que era francés podía protegerle. Bueno, bueno murmuró el jefe. Los cuatro aldeanos de la partida que habían entrado en la casa trajeron a dos viejos.

Luschía, el jefe, era uno de los tenientes del Cura y además capitaneaba su guardia negra. Sin duda, gozaba de la confianza del cabecilla. Era alto, huesudo, de nariz fenomenal, enjuto y seco. Tenía Luschía una cara que siempre daba la impresión de verla de perfil, y la nuez puntiaguda. Parecía buena persona hasta cierto punto, insinuante y jovial.

Este es de los nuestros. Venid los dos. El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniforme destrozado y una pipa de barro en la boca. Parecía el jefe y le llamaban Luschía. Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a Vera y se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela. ¡Bajadlos! ¡Bajadlos! dijo Luschía a su gente.

Al primer golpe, el maestro de escuela perdió el sentido; el otro, el antiguo lugarteniente del Cura, calló y comenzó a recibir los palos con un estoicismo siniestro. Luschía se puso a hablar con Zalacaín. Este le contó una porción de mentiras. Entre ellas le dijo que él mismo había guardado cerca de Urdax, en una cueva, más de treinta fusiles modernos.