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Veía, pues, a Maximiliano con gusto, y aun se le hacían cortas las horas que en su compañía pasaba hablando de doña Lupe y de Papitos, o haciendo cálculos honestos sobre sucesos que habían de venir.

Como que la boca era un poquitín más estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas que había cambiado. No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no era ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos, ¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de punta al asesino.

«¡Vaya un genio que has echado! le dijo doña Lupe, sin que él la mirara . Podías considerar que tu hermano es sacerdote... Y sobre todo, no vengas echándotela de plancheta; porque si te salió mal el pase a la infame facción, y has tenido que volverte con las manos en la cabeza, ¿qué culpa tenemos los demás?». Juan Pablo no se dignó contestar.

Doña Lupe le mostró uno por uno los muebles, haciéndole notar lo buenos que eran, y que su colocación, dispuesta por ella, no podía ser más acertada. El juicio sobre cada parte de la casa y sobre los trastos y su distribución dábalo ya por anticipado doña Lupe, de modo que la otra no tuviese que decir más que «... verdad...».

Tanta pachorra sacaba de quicio a doña Lupe, que poniendo el grito en el Cielo, decía: «Estoy destinada a ser la víctima de estos tres idiotas... Cada uno por su lado me consumen la vida, y entre los tres juntos van a acabar conmigo... ¡Qué familia, Señor, qué familia! Si me viera mi Jáuregui, otro gallo me cantara. ¡Pero hombre de Dios, vaya que tienes una calma!

«¡Vaya le dijo doña Lupe una noche , que te estás luciendo! ¿A qué esas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? ¿Cómo es que lo ha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en mi sano juicio? ¿A qué esos escondites conmigo?».

Los días menguaban, entristeciendo el ánimo de los que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media la casa estaba a oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo lo posible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó al sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer, sin obtener respuesta.

Y ahora resulta que hace meses sostiene a una mujer, y se pasa el día entero con ella y... Vamos, yo tengo que ver esto para creerlo... Y otra cosa: ¿cómo se las arreglará para mantenerla?... La hucha está allí con su peso de siempre...». Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó en cavilaciones tan abstrusas que no es posible seguirla.

Conversando estuvieron largo rato, y la señora de Quevedo le enseñaba sus jaulas de pájaros, canarias en cría, un jilguero que sacaba agua del pozo, y comía extrayendo el alpiste de una caja, con otras curiosidades ornitológicas de que tenía llena la casa. A la hora de comer entró Quevedo muy fatigado, diciendo: «No hay nada todavía...». Y como vio allí al sobrino de doña Lupe, no dijo más.

Aquel día leyó el joven en el corazón de doña Lupe y apreció sus disposiciones pacificadoras, a pesar de las frases estudiadas con que las quería disimular. Hizo además un razonamiento que demuestra la agudeza genial que adquiría en ciertos momentos de verdadero estro, adivinando por arte de inspiración los arcanos del alma de sus semejantes.