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Dio un brinco y se plantó sobre la baranda del corredor; ascendió luego fácilmente por el grueso sarmiento de la parra que se enlazaba retorciéndose a las columnas de madera que sostenían el tejadillo, encaramose sobre éste y echando una mirada recelosa en torno y otra de ávido anhelo a la ventana del palomar, sacó la lengua y se relamió repetidas veces con repugnante ausencia de sentido moral.

Pepe se fue por la mañana temprano a su trabajo, evitando ver de nuevo a Tirso: éste conversó breve rato con la madre y luego entró en la alcoba de don José. ¡Adiós padre le dijo hoy me marcho... ahora mismo! El viejo, que la noche pasada había escuchado confusamente el rumor de la conversación de ambos hermanos, adivinó la causa de aquella despedida; mas nada hizo por evitarla.

Sin el principio de contradiccion tampoco vale nada el otro: «lo que está contenido en la idea clara y distinta de una cosa se puede afirmar de ella con toda certeza»: porque si á un mismo tiempo es posible el ser y el no ser, una idea podrá ser clara y oscura, distinta y contusa; un predicado podrá estar contenido en un sujeto y no contenido; podrá haber certeza é incertidumbre; afirmacion y negacion; luego esta regla no sirve para nada.

Al escaparse del tazón de la fuente, el arroyo acaba de nacer; se sumerge á lo lejos bajo bóvedas sonoras, se precipita en pequeñas cascadas por entre los troncos sombreados de grandes castaños; luego, encerrado en un canal de piedra, atraviesa la ciudad, de la que es arteria de vida, y más lejos, cargado de sedimentos impuros, se corrompe, convertido en canal de inmundicias.

Era lo mismo que si hicieran proposiciones a un panteón. Isidro hablaba cada vez con más lentitud, como si se aproximase a la mayor dificultad de su relato y pensase en el medio de sortearla. Luego encontramos a un amigo alemán que iba a despertar al médico, con la cabeza chorreando sangre.

Este no quedó menos asombrado reconociendo á Alicia en aquella mujer; una Alicia que vestía una bata lujosa, pero vieja, con guantes ajados en las manos y un velo arrollado en torno de sus cabellos. ¡!... ¡eres tu! exclamó ella . ¡Qué miedo me has dado!... Luego fué tranquilizándose, y sonrió á Miguel mientras éste murmuraba excusas.

Porque Montiño no tenía duda, no se atrevía á tenerla; Dorotea le había mandado hacer una cena y poner en ella un veneno: Dorotea había muerto de repente, luego Dorotea se había envenenado. Nada tiene, pues, de extraño, la parálisis total que acometió al cocinero mayor al saber la muerte de Dorotea.

Existe, por fuerza, entre mi tía y usted, ó alguno que le toque de cerca, una diferencia grave y que yo ignoro. ¡Y yo también! ¡Ah! ¿Ve usted como hay algo? Es verdad; hay algo, pero ¿qué? Entonces, ¿no se trata de usted? Hace tres días, no conocía á la señorita Guichard. ¿Luego no es usted el culpable? ¡Tanto mejor!

En estado normal era una de esas beldades serenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma; y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejaban el puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa y dulce, natural y espontánea, que le resplandecía en los ojos abrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza de los labios.