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De uno de aquellos viajes volvió que daba compasión y susto mirarla, y más tarde que lo de costumbre. Se la conocía en los ojos que había llorado mucho, y anduvo toda la noche por la casa de acá para allá sin saber hacer cosa con arte. A ratos se quedaba como alelada, y a ratos se sentía acometida de una inquietud que no la dejaba parar en ninguna parte.

¡Divina..., divina! murmuró el marino, casi en un soliloquio; y devoraba con delectación el rubor de la muchacha y su emoción profunda.... Cuando volvieron de aquel breve paseo, Andrés se había marchado sin esperar a comer; Narcisa tenía un pliegue enigmático en su frente orgullosa, un poco deprimida, y doña Rebeca parecía que había llorado.

Felices divagaciones habían ocupado su mente; pensando en los juveniles años de su amada, en las ingenuas esperanzas que la habían sonreído, en la alborada radiosa de aquella vida benéfica, había llorado lágrimas gratas. Pero en otra parte lo esperaba el llanto tempestuoso.

Y la llevaba en el alma. No había llorado porque tenía el alma llena de ella. En la orilla, al ver aparecer la barca gris sobre las aguas grises, había sentido oprimírsele el corazón. Mientras había podido ver las playas de Ouchy, de las alturas de Lausana, sus ojos no se habían desprendido de ellas. Y del viaje no recordaba más que algunas rápidas escenas.

La sirvienta pensaba con razón, que el señor podía haber notado su ausencia, que la niñita podía haber llorado, que Blanca podía haber regresado del club; pero el negro, rumboso al fin, como todos los de su clase, quería concluir la noche con una cena en un café de la vecindad y porfiaba por retener a su mascarita.

Como de costumbre dijo mi tía. El cura me miró con aire preocupado. No estaba contento de mi explicación; pensaba que algo anormal había pasado durante el día. Me aconsejó que me acostara sin pérdida de tiempo; y lo hice con toda diligencia. Estaba avergonzada de haberlos divertido con mi llanto; tanto más cuanto que yo misma no sabía por qué había llorado. ¿Fue de placer o de fastidio?

El manuscrito volvía a comenzar después, con otra tinta y hasta con letra algo modificada: »Hoy partimos. Hace seis meses que no escribo. ¡Cuántas cosas en este tiempo! No importa que nada haya escrito en estas páginas: todo está aquí, en la memoria, en el corazón. Luis ha llorado, papá trataba de mostrarse fuerte, pero no lograba contener su emoción.

Nos acercamos al caserío. No hubo necesidad de llamar; la puerta se hallaba abierta y en el umbral se encontraban la hija del inglés en compañía de una muchacha morena, desgarbada, con los pies desnudos. La hija del capitán tenía los ojos como de haber llorado. ¡Cuánto ha tardado usted! me dijo. No he podido venir antes. Vamos a ver a mi padre.

Me había levantado muy agitado. El señor Laubepin, que había dado algunos pasos por el gabinete, me tomó del brazo. Perdón, joven me dijo, pero yo amaba á su madre de usted, la he llorado; perdóneme... Después, volviéndose á colocar delante de la chimenea: Voy á continuar añadió con el tono solemne que le es habitual. Tuve el honor y la pena de redactar el contrato matrimonial de su señora madre.

Entonces se levantó Carmen, y trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo: , Pablo, te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años ... yo soy la causa de tus padecimientos ... y por eso, bien sabe Dios lo que he llorado. Te ruego que no me guardes rencor. La joven no pudo decir más, y tuvo que sentarse para ocultar su emoción y sus lágrimas.