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De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido zurrón de los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra un grueso bastón herrado y en la otra mano su gorra de paño pardo, que tenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra Señora de Rocamador. Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido.

Y, apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las espadas que llevaba el licenciado en el suyo. -No ha de ser así -dijo a este instante don Quijote-, que yo quiero ser el maestro desta esgrima, y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.

Seguí haciendo la misma vida de antes y cultivando la misma especialidad con que casual y dichosamente había acertado. Mas, por efecto de la vida sedentaria y desarreglada que llevaba, o por ventura porque las descripciones cuando se abusa de ellas van directamente al estómago y se sientan en él, es lo cierto que vine a enfermar de este órgano.

Juan del Laurel, estudiante de derecho nominalmente y por accidente, era de profesión «un joven de talento». Bastaba mirarlo para comprenderlo así, pues llevaba los signos de su profesión en su indumentaria y sus modales... El joven de talento era por entonces ¡más altas acciones lo esperaban! poeta decadente y modernista.

Vivía con extremada pobreza y vestía desastradamente; un sombrerete, con dos dedos de enjundia; un gabancillo de color café con leche, que había estrenado al venir a la Universidad y que llevaba con el cuello subido, por disimular la ausencia de camisa; pantalones con flecos, y botas como las consabidas.

El pobre anciano no podía gritar, ni desprenderse de aquella tenaza, ni siquiera encomendarse a Dios, porque había en su mente una perturbación horrible y se volvía tonto. La imagen infernal no sólo le atenazaba sino que se le llevaba consigo, empujándole a profundidades negras abiertas por el delirio y pobladas de feos demonios.

Estaba resuelta a este viaje. No podía vivir en Sevilla. Llevaba cerca de una semana de insomnios, viendo en su imaginación escenas horrorosas. Su instinto femenil parecía avisarle un gran peligro. Necesitaba correr al lado de Juan.

Le gustaba contemplar desde aquella altura el inmenso señorío de la familia. Toda la gente que habitaba la rica llanura según decía don Andrés describiendo la grandeza del partido llevaba el apellido de Brull como un hierro de ganadería.

Examinaba el menor detalle de su persona, alabando la delicadeza de sus gustos. Era una pobre costurera y llevaba siempre guantes. Aseguraba que no podía prescindir de ellos, así como de otras costumbres superiores a su clase, adquiridas cuando niña en casa de su madrina.

El alguacil del tribunal, que llevaba más de cincuenta años de lucha con esta tropa insolente y agresiva, colocaba á la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tendía después una verja baja, cerrando el espacio de acera que había de servir de sala de audiencia.