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Esta galería inferior tenía tres ventanas iluminadas. A través de sus cristales se veía a dos jefes sentados en el cuarto. Desde allá nos faltaban unos quince o diez y seis pies para llegar al agua. Debajo, todavía estaba la galería inferior con sus centinelas, pero en esta parte de popa era donde había menos vigilancia.

Allí estaba el malacara, deshojando árboles. La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte.

Sensibilidad, inteligencia, costumbres todo está caracterizado en el enorme pueblo por una radical ineptitud de selección, que mantiene, junto al orden mecánico de su actividad material y de su vida política, un profundo desorden en todo lo que pertenece al dominio de las facultades ideales. Fáciles son de seguir las manifestaciones de esa ineptitud, partiendo de las más exteriores y aparentes, para llegar después a otras más esenciales y más íntimas. Pródigo de sus riquezas porque en su codicia no entra, según acertadamente se ha dicho, ninguna parte de Harpagón , el norteamericano ha logrado adquirir con ellas, plenamente, la satisfacción y la vanidad de la magnificencia suntuaria, pero no ha logrado adquirir la nota escogida del buen gusto. El arte verdadero sólo ha podido existir, en tal ambiente, a título de rebelión individual.

Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba, subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba el letrero de la Sala primera; y echando la vista por el hueco, veía un claustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol, el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar.

Sonó junto a una ventana del comedor un rugido de fiera rabiosa, un baladro amplificado por el tubo de una bocina. A continuación, el tableteo de varios rayos imitados con choques de latas y las sinuosidades de un trueno repiqueteado sobre el parche del bombo. Todos los ojos se volvieron hacia la entrada del comedor. Alguien iba a llegar.

Todo el mundo nos aconsejaba no tomarlo, hasta que se supo, y me lo garantizó el empresario, que el Antioquía sólo remontaría el Magdalena durante cuatro días, siendo transbordados sus pasajeros al Roberto Calixto, vapor microscópico y muy veloz, que nos permitiría llegar a Honda en el término de todo viaje normal, esto es, ocho o nueve días.

Quería llegar hasta el santuario del único ídolo en que siempre había de creer, porque era el solo a que no podía tocar. Eran más de las diez de la noche, y los duques, que se habían marchado con su hija a la ópera, no volverían probablemente hasta muy tarde.

Galanas, frondosas, al llegar la primavera, nuestras flores queridas, las que nosotros plantamos, de las cuales esperábamos Linilla y yo pruebas maravillosas de amorosa fidelidad, no lucirían para mi amada sus perfumadas corolas; ninguna de ellas adornaría los negros cabellos de la niña. ¡Adiós alegría! ¡Se iba con ella, y acaso para no volver más!

Ahora se veía solo, completamente solo en este buque, que también parecía envejecer al llegar a la última parte de su viaje, encabritándose en mares obscuros y violentos después de haberse deslizado sobre azules y luminosas extensiones impregnadas de sol... La novela trasatlántica de Ojeda llegaba a su fin.

Pero al llegar a la convalecencia me mandó un nuevo dolor, y luego me lo ha quitado de nuevo y sin preparación.