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Mis pasos eran cada vez más cortos y más tardos, recorriendo, mareando, el confuso laberinto de las calles, animadas con vivas ráfagas de luz, regaladas de músicas y vibrantes de gritos y carcajadas femeninas. Llegaban las once, y entonces mis pies se movían presurosos por la revuelta calle de Argote de Molina, hasta alcanzar la casa de Gloria.

Levantó poco a poco entre los dos a la manera de un muro de acero, de una resistencia, de una frialdad impenetrables. Yo me irritaba ante aquel nuevo obstáculo y no podía vencerlo. Trataba nuevamente de hacerme entender: toda inteligencia había cesado. Aguzaba las frases y no llegaban a ella.

Llegaban entonces trenes de lujo directamente de Londres, de Viena, de Berlín, de todos los extremos de Europa. La plaza del Casino era una Babel; en torno del «queso» paseaban todas las razas y sonaban todos los idiomas. Ahora resultaba lamentable la ausencia de los rusos, jugadores fogosos, y también de los austriacos y los turcos.

, aquel fue un día henchido de encanto, día admirable; y daría con gusto todo lo que me queda de vida, si pudiera volver a él. Y la noche... la veo todavía como si fuera hoy. Las ventanas estaban abiertas, los tallos flexibles de la viña virgen se mecían con el viento, y, desde muy lejos, un trote de caballos, un chasquido de lanzas y de sables llegaban hasta mis oídos.

Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló á gritos á Dios y á los santos viendo el estado en que llegaban sus pequeños. Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ah, los bandidos! Los dos mayores estaban magullados; era lo de siempre: no había que hacer caso. Pero el pequeñín, el Obispo, como cariñosamente le llamaba su madre, estaba mojado de pies á cabeza, y lloraba temblando de miedo y de frío.

Aquel tono indiferente no podía engañar á nadie. Hablaba con el corazón desgarrado. Sus palabras expiraban á menudo en la garganta, como el eco de un sollozo reprimido. Las que llegaban á los labios venían envueltas en lágrimas. Mientras las pronunció no apartó los ojos del nebuloso horizonte, que el sol teñía de grana.

De día y de noche no pensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo y pocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta por allá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría.

Ambas cosas eran probables. Aquellos espantosos anfibios, advertidos de la presencia de una buena presa, llegaban por todas partes rodeando la chalupa. A la luz de los astros se veían sus enormes mandíbulas erizadas de largos dientes, que se entrechocaban con un ruido semejante al que produce un cajón al caer sobre cubierta. Daban terribles coletazos en el agua que producían verdadero oleaje.

¡Jesú, qué pesao y apestoso está uté hoy, amigo! ¿Se figura uté que por hablar de ella se va a disipá en el aire como el álcali volátil? Sufrí aquella mosca el tiempo que pude, que no fue mucho, pues me llegaban las once menos cuarto.

El terreno quebrado y áspero y los intrincados y revueltos desfiladeros estaban tan próximos, que era fácil, previo aviso de que llegaban fuerzas muy superiores, escapar a toda persecución, refugiándose en las entrañas de la serranía. Confiado en esto, Morsamor hacía en el palacio larga parada, aguardando la vuelta de Tiburcio. Era alta noche.