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Muchos vendían una a una sus prendas de ropa a cambio de algunos vasos de líquido terroso y recalentado, y llegaban desnudos al término del viaje.

Había considerado la alquería lo mismo que si fuese su casa; pero ya que llegaban estos intrusos y eran bien recibidos, él se marchaba. Además, sufría en silencio el despecho de no ser, como en los primeros días, la única preocupación de la familia.

Acabó la escena, como tantas otras del teatro en que se fingen estos pasajes de la vida humana, «oyéndose pasos» afuera, y saliendo nosotros, gesticulando y diciendo sandeces «para disimular, al encuentro de los que llegaban. Y puestas aquí las cosas ya, ¿qué hacer?

Los jinetes llegaban á todo correr, precedidos por el que parecía ser jefe de la partida, que montaba un hermoso caballo negro y vestía fino sayo de vellorí, cruzado el pecho por ancha banda de rojo color recamada de oro y cubierta la cabeza con un birrete de blancas plumas.

Después ya no se volvía a encontrarla hasta el año siguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecía ser el mismo emigrante que retornaba. Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas o cucos.

Al pasar por San Pascual santiguóse Currita muy de prisa, y Jacobo, oprimiéndola el brazo cariñosamente, dijo en son de burla: ¡Tonta!... Llegaban al ministerio de la Guerra, y allí Currita se tranquilizó más todavía, porque comenzaba a poblarse aquella soledad que la aterraba.

Desnoyers pensó en la pérdida de vidas que esto podía representar. Pero la suerte de Julio no le hizo sentir ninguna inquietud. Su hijo no estaba en aquella parte del frente. El día anterior había recibido una carta de él fechada una semana antes; pero casi todas llegaban con igual retraso. El subteniente Desnoyers se mostraba animoso y alegre.

Además hacían mayor la confusión muchas familias de la alta sociedad, que, al enterarse por los periódicos de un espectáculo tan inesperado, llegaban ansiosamente sobre sus rápidos vehículos. Estas gentes privilegiadas se iban colocando junto al coloso, sin que los oficiales de la policía se atreviesen á hacerles retroceder.

Dispararías cuando fuera menester... No, no, siempre... Al que me hiciera algo, ¡zas!...». A esto llegaban cuando volvió la criada trayendo un plato con varios pedazos de turrón, de parte de la señorita Emilia y del señorito Miquis.

Su Bilbao volvería á ser la villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre y pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus calles el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los que llegaban á exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de hambre ante los palacios de los ricos.