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Las ropas interiores despegábanse de la carne con un tirón doloroso. La luz del candil, en su llamear vacilante, sacaba de las sombras una eterna nota roja.

La movilidad de sus facciones y el llamear de sus ojos, ¿anuncian exaltado ingenio, o desconsoladora imbecilidad? No es fácil decirlo, ni el espectador, oyéndole y viéndole, sabe decidirse entre la compasión y la risa. Tiene la cabeza casi totalmente exhausta de pelo, la barba escasa, entrecana y afeitada a trozos, como un prado a medio segar.

Por fin, la habitación se alumbraba sólo con el resplandor que el sol había dejado en el cielo detrás de la Casa de Campo, y aquel era tan fuerte como el llamear de un incendio. Rosalía quiso encender luz, pero Bringas saltó vivamente con la observación de que la luz no hacía falta para nada... «Eso es, lamparita para que nos asemos de calor... Dispense usted, Sr.

Al amparo de los árboles se formaban en hileras las carretillas ocupadas por los heridos. Oficiales y soldados permanecían largas horas en la sombra azul viendo cómo pasaban otros camaradas que podían valerse de sus piernas. La santa gruta resplandecía con el llamear de centenares de cirios.

La tristeza poética de las montañas vascas esparcíase por el jardín inglés, dorado por el último llamear del sol de la tarde. ¿Y esa? preguntó el médico. ¿No tienes á tu hija?... El potentado se expresó con apasionamiento. Amaba á su hija: era carne de su carne: el único recuerdo de la pasión que había sentido por su esposa.

Además, ella le hablaría de su hermosura como de un bien ilusorio, por lo fugaz, y del amor de su alma como de una realidad inacabable y constante. ¿Qué importaban ni qué valían la púrpura de su boca, ni el llamear de sus ojos, comparados con la ternura de su espíritu?

Algunos que avanzaban abombando el pecho con aire de reto y la cabeza descubierta sentían en torno de su frente el trágico despeinamiento de Medusa: un llamear de cabellos echados atrás, como si una fuerza invisible intentase arrancarlos. Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero algo nuevo vino a asomarse a la vez a todos ellos.

Y Rafael reía, encontrando chusco el haberse enamorado, entre el aparato terrorífico de los encapuchados de las cofradías, el llamear inquisitorial de los blandones y el desgarrador estrépito de los clarines y atabales.