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Además, dejaba á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para justificar la fuga del doctor, hablaban á todos de la grosería de su carácter y de su perversidad moral, fruto de las doctrinas impías. Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda relación con el doctor.

Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?... Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi.

El doctor pensó que las que habían huido para evitarse su presencia eran las de Lizamendi. Aquella voz que protestaba era, sin duda, la de su mujer. La entrevista fué glacial, sin que la esposa del millonario hiciese el menor esfuerzo por disimular la antipatía que le inspiraba el médico. Sus ojos azules le miraban con fijeza desdeñosa. ¿A qué se presentaba allí? ¿Quién le había llamado?

Nosotras somos así decía con altivez. Cada uno es como se ha educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase. La madre y la hermana iban más lejos. Nosotras somos las de Lizamendi le decían con arrogancia. ¿Y quién eres ? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.

Recordaba haber hojeado, cuando vivía en casa de las de Lizamendi, aquel solemne monumento de la estolidez, en el que se probaban los mayores absurdos con argumentos al alcance de cualquier vieja devota. El importuno consejo de Urquiola le irritó: Joven dijo con gravedad desdeñosa, hace muchos años que leo lo que mejor me parece, sin necesidad de consejero.

Después á las de Lizamendi en un grupo de señoras, con la falda ceñida y el andar arrogante. Miraban á todos lados como si buscasen á alguien entre el gentío hostil, y al verle, la madre y la hija mayor casi sonrieron satisfechas de no haberse equivocado. ¡También estaba allí!... El mal hombre estaba donde le correspondía.

Indudablemente, se marchaban las de Lizamendi, aprovechando la ausencia de Aresti y querían despedirse de las señoras. Al quedar solos los dos hombres, el medicó se aproximo á su primo. Les dejarían solos muy poco tiempo y deseaba enterarse de la verdadera situación del millonario. ¿Cómo vivía en su casa? ¿Era feliz?... Sánchez Morueta sólo supo hablar de su mujer.

Y con la tenacidad de una mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos entre las risas y protestas del doctor. Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña de Lizamendi.

Hacía mucho tiempo que no la había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni una frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que por la mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba en ella algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había cubierto de joyas.