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Entre cuantos libros de entretenimiento se han escrito en España, La Celestina, es, después del Quijote, el más estimado, así de nuestros críticos como de los críticos de otros países, y el que mayor influjo ha tenido acaso en el ulterior desenvolvimiento de la novela y del teatro en las modernas literaturas de Europa.

En vano se buscaría en la historia de las literaturas europeas otro fenómeno semejante de colonización literaria; violenta, forzada en sus causas y en los medios con que fué realizada; espontánea, duradera y digna en sus complejas manifestaciones; útil y gloriosa para aquellos colonos, dotados de extraordinaria flexibilidad y gran virtud asimiladora; no ingloriosa para la madre patria que los desterraba; ventajosa y honorífica para la nueva patria latina que los acogía en su seno hospitalario

Este es, sin duda, el mayor mérito, el mayor misterio, el encanto más poderoso del genio de Shakspeare. Por este lado, y este lado es el más importante, pocos poetas se le adelantan en todas las modernas literaturas.

Fausto, Margarita y Mefistófeles, y Werther y Carlota, en la literatura alemana, y sólo D. Quijote, Sancho, Dulcinea y D. Juan Tenorio, en la española, son los personajes que por la notoriedad, la fama, y el fulgor glorioso, pueden compararse a los personajes de Shakspeare, en las otras literaturas europeas.

Personajes, pues, por el estilo de FAUSTO, como en nuestra España, v. gr., Don Juan Tenorio y Lisardo el Estudiante, están llamados a ser joyas preciosas de todas las literaturas, y a inspirar los mejores dramas, óperas, novelas y poemas, que pueden componerse.

Es claro también que, al escribirse hoy una historia de cualquiera literatura especial, se piden á su autor requisitos poco comunes, y entre ellos una extensión de conocimientos, que demandan mucho tiempo y mucho trabajo, ya que siempre es conveniente hacer continuas excursiones en el campo de otras literaturas extrañas, para comparar y calificar las producciones similares y su valor relativo.

Y, al comprenderlo así, ni se condena la enseñanza que pueden ofrecernos las literaturas extranjeras, ni tampoco la libre y espontánea apropiación de lo extraño.

El mosquito filosófico suele leer mucho, y está, por lo general, bastante enterado de las literaturas extranjeras; apunta cuidadosamente en un libro de memorias las frases brillantes y los pensamientos profundos y esmalta con ellos sus híbridos engendros; no es partidario del arte por el arte, ni gusta de la literatura frívola que sólo aspira a conmover y recrear; de las tres dimensiones de los cuerpos, longitud, latitud y profundidad, no admite más que la última.

No he de negar por esto que, si bien dentro de ciertos límites juiciosos me hechizan, me deleitan y hasta me arrancan aplausos las literaturas regionales, sobre todo cuando son cándidas, espontáneas y sencillas, todavía me asustan y me afligen cuando se convierten en tema y vienen á extralimitarse.

Cada página llevaba al pie un gran cimiento de letra menuda y apretada citando autores de todas las naciones, libros de todas las literaturas, y hasta largos fragmentos en diversos idiomas. No hacía afirmación, por simple que fuese, que no la acompañase con el testimonio de media docena de escritores.