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Todo el dolor que el desengaño, que la ciencia del mal hasta aquel día inesperado iban despertando en el alma de la esposa, se expresaba en aquella frase: «Tenía miedo de pensar...» y Ferpierre, leyéndola otra vez, se afirmaba en su explicación, reconocía que la imprevista solución era lógica: ilógico, o por lo menos poco atento a los antecedentes, había estado él mismo al prever un desenlace contrario.

Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera: Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas.

La novela era su pasión: en el folletín del periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no me pareció muy católica. También escribió otra que ella llamaba eminentemente moral. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el ejemplar á mi criado, el cual lo traspasó á no quién.

Después de leer mucha historia y de divertirme leyéndola me inclino yo á decir como los historiadores mahometanos: «Alabado sea el poderoso Alá que da el poderío á quien quiere y á quien quiere se le quitaEsta es la manera, no sólo más piadosa, sino más cómoda y fácil de explicárselo todo.

Desde la mona catarrinia hasta la elegante y hermosa Helena y desde los antropiscos alalos que salieron de la Lemuria y se esparcieron en manadas y aullando por todo el mundo, hasta el hombre que compuso la Iliada y los que la entendían y gozaban leyéndola, hay progreso tan pasmoso que, aun suponiendo millares de siglos para realizarle, todavía nos parece inverosímil y punto menos que imposible.

Sin embargo, la habían permitido, y aun aconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuya familia mantenían relaciones de amistad. Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosas calabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vez alegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o no eran calabazas?

Pero, ¿quién no se divierte leyéndola y poniendo en duda si el poeta habla con toda seriedad o ríe o se recrea componiendo una alegoría satírica llena de chiste? El ser humano aparece como un monstruo de dos cabezas y de dos opuestos instintos y propensiones.

»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: ''Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced''.» Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida que a mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando que mi padre me decía: ''De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo que mereces''. Añadió a éstas otras razones de padre consejero. »Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería.

Por último, llamaba al Ser Supremo en su auxilio y le rogaba se dignase bendecir «su pobre chozaMiguel, en vez de enternecerse como debía, se rió mucho leyéndola: mas al instante quedó triste y cabizbajo al recordar que debía abandonar a Pasajes dentro de pocos días. La verdad era que lo estaba pasando bien y que no le halagaba nada tornar de nuevo a la bulliciosa vida de la corte.

No necesitaba tanto el vecindario para calcular los inconvenientes que, en su concepto, podría traer al pueblo la aceptación del regalo; así es que al oir la palabra «compromiso» en boca del alcalde, cada vecino se volvió hacia su colateral, con una expresión en la cara que, aun cuando de pronto parecía de estupidez, leyéndola bien se podía traducir en estas palabras: «¿Que te parece de esto?; ¿nos cogerá de primos