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Santiago, un poco más tranquilo, se atrevió a levantar la cabeza, pero la bajó prontamente al oír un crujido de la tartana, y luego la volvió a levantar, sin ver esmeriles ni escotillas. Como nada da tanta tranquilidad como un peligro pasado o evitado, Santiago se enderezó presa de un ardor marcial, y trepó a bordo de la tartana seguido de sus diez hombres, a quien su ejemplo electrizaba.

Entre usted, amigo don Raimundo le decían. Luego, luego contestaba, es la hora de levantar la caza y no quiero asustarla. De allí marchaba de nuevo al Palacio de Gobierno y otra vez al Cabildo, para volver a ponerse de facción en la Bolsa. ¿Ha visto usted a S *? preguntaba. Acaba de entrar.

Su propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la tierra. Un espanto místico la dominó un momento. No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobrenatural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus párpados cerrados.

Asió la primera ocasión por los cabellos para levantar la voz y atraerse la atención de los comensales. Ayer le he visto a usted por la mañana en la carrera de San Jerónimo, Fuentes le dijo la condesa de Cotorraso que estaba tres o cuatro puestos más allá. Según a lo que usted llame mañana, condesa. Serían las once, poco más o menos.

La misma pena llevaron otros que se atrevieron á ultrajar la santa cruz que el P. Lucas había hecho levantar en los Tapacurás para que en ella tuviese la gente á donde acudir por socorro en sus necesidades.

Dentro de muy pocas horas lo fué de volverse a levantar los güéspedes al quitar , haciendo la cuenta con ellos de la noche pasada el güésped de por vida, esperezándose y bostezando de lo trasnochado con el Poeta, y trataron de caminar, ensillando los mozos de mulas y poniendo los frenos al son de seguidillas y jácaras, y brindándose con vino y pullas los unos a los otros, ribeteándolas con tabaco en polvo y en humo, cuando don Cleofás también despertó, tratando de vestirse, con algunas saudades de su dama: que las malas correspondencias de las mujeres a veces despiertan más la voluntad; y antes que diesen las ocho, como había dicho, entró por el aposento el camarada, en traje turquesco, con almalafa y turbante, señales ciertas de venir de aquel país, diciendo: ¿Heme tardado mucho en el viaje, señor Licenciado?

Cuantos viajeros ilustres por su amor á las ciencias y á las letras, visitaban esta metrópoli en los años de 1528 al 29, después de cruzar por la plaza del Duque de Medina Sidonia, en que se alzaba la opulenta vivienda de aquel magnate, y de contemplarla por algunos momentos, fijándose, ora en los dos eminentes y robustos torreones que se alzaban en sus ángulos, ora en sus grandes ventanas, balcones y portada de sillería, con sus heráldicos escudos, ora en la fila de antiguos fustes de mármoles, encadenados entre que marcaban la jurisdicción del señor de aquella casa; después de admirar, decimos, aquel enorme edificio, mitad palacio mitad fortaleza, que según tradición, motivó que Felipe II preguntase: «si aquella era la casa del señor de la villa» enderezando sus pasos por la calle que entonces decían de las Armas, y despues de atravesar por debajo del gran arco á que nombraban puerta de Goles, donde más tarde mandó levantar el Cabildo y Regimiento de la Ciudad la Puerta Real, pasábase, nuevamente, ante otra vasta y magnífica vivienda que allí se parecía, construida sobre un paraje eminente, y desde el cual espaciábase la vista con la contemplación de un maravilloso cuadro.

Entre tanto, el Mapono atizaba con rabia infernal á los suyos, y cerca de una hora estuvieron disparándole saetas sin causarle más daño que romperle el vestido; bien que al levantar en alto aquella santa imagen, le corrieron por los brazos extraños dolores y le impidieron el uso de ellos.

Lo repito: feliz Colombia si consiguiera levantar su capital en las orillas del mar, el eterno vehículo de la civilización, en vez de mantenerla perdida en la región de las nubes, sin contacto con el mundo y sin acción directa sobre su progreso colectivo.

Si alguna vez pensaba en los infelices, era para levantar en sus afueras monasterios, donde las imágenes de palo estaban mejor cuidadas que los hijos de Dios, de carne y hueso; conventos de monstruosa grandeza, cuyas campanas tocaban y tocaban en el vacío, sin que nadie las oyese. Los pobres, los desesperados, no entendían su lenguaje: adivinaban lo falso de su sonido.