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Todos corrieron a su encuentro, y Jacobo el primero; mas antes, deteniéndole Currita por el brazo, con familiaridad de prima cuarta de su esposa legítima, le dijo: ¿Nos veremos, Jacobo?... Quiero presentarte a Fernandito... Vivimos en el segundo piso, número 120. La duquesa se inclinó al oído de Leopoldina, diciendo: ¿Oyes?... Quiere presentarlo a Fernandito.

El tío Frasquito, cepillado ya, limpio y resplandeciente, con sus finísimos guantes de piel de Suecia en una mano y un ligero cabás de Leopoldina Pastor en la otra, entró en el comedor y pidió un refresco de grosella... No llegó a tomarlo: una muchacha de las del servicio apareció dando gritos, sin poder articular, haciendo gestos desesperados de que la siguiese... En un pasadizo cerca de la cocina, frente a una puerta entreabierta, estaba Diógenes, tendido boca arriba, con los brazos en cruz, doblada una pierna, revestido el semblante de una palidez cadavérica, sobre la que se destacaba sus rojas manchas granujientas, amoratadas entonces, casi negras: parecía muerto.

Llegó Leopoldina Pastor, sofocadísima, con un devocionario enorme en la mano: venía de Misa, porque estaba haciendo en San Pascual una novena para impetrar del cielo una apoplejía fulminante para don Salustiano de Olózaga.

Leopoldina Pastor no dijo nada; púsose muy encendida, y dando una brusca media vuelta, sentóse al piano y comenzó a tocar furiosamente la antigua canción del ¡Trágala!... Anocheció por fin el viernes, llegó la hora de comer, y tan sólo trece, de los veinte personajes convidados, se sentaron aquella noche a la mesa de los consortes Villamelón.

A la mitad del acto cuando Dinorah recobra la razón y quiere recordar la bellísima plegaria ¡Sancta María! entre sublimes vacilaciones de la orquesta, que parecen revelar los esfuerzos mentales de la pobre loca, envolvióse Currita en su soberbio abrigo de terciopelo granate, forrado de pieles blancas, y aceptando en señal de reconciliación el brazo de Diógenes, salió del palco escoltada por Villamelón y Leopoldina, gozoso él por irse a dormir su indigestión, furiosa ella por marcharse sin oír el coro final de la romería.

Examinólas Leopoldina detenidamente, y dijo al cabo, meneando la cabeza: Negro y encarnado... ¡Malo!... Los colores del diablo... ¿Y quiénes son esas individuas?...

Un poco más lejos, al volver una punta, vio parados en la vertiente misma de la montaña a tres de los novicios pequeñitos que habían entusiasmado a Leopoldina.

Leopoldina Pastor, varonil solterona que pasaba ya de los cuarenta, guapa y muy erudita, despachaba una buena ración de brioche milanaise, disputando con don Casimiro Pantojas, antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato.

Diógenes, mirando también hacia el mismo sitio, cogió a Jacobo por un brazo y echó al mismo tiempo, con la mano izquierda, una gran bendición en el aire. Riéronse los del palco estrepitosamente, y Leopoldina dijo muy seria: ¡Anda!... Ya los casó Diógenes... Currita, muy alterada, volvió a preguntar: Pero ¿quién puede estar ahí?...

El buen humor acabó de disiparles el susto, y recibieron todos al caído con grandes carcajadas, excepto Leopoldina Pastor, que dominando las risas con su poderosa voz de contralto, gritaba furiosa: ¡Pues mira el indecente cómo trae mi waterproof arrastrando!... ¡Diógenes, hijito!... ¡Recoge ese impermeable!... ¿No ves que me lo estás poniendo hecho un asco?...