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Rosalía no pudo acabar de leer. La ira, la vergüenza la cegaron... Rompió la carta y estrujó los pedazos. ¡Si pudiera hacer lo mismo con el vil!... , era un vil, pues bien le había dicho ella que se trataba de una cuestión de honra y de la paz de su casa... ¡Qué hombres!

El sabio, que es bastante listo, comprende en seguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejante libro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo han sido y han ido a leer a la biblioteca de la nación.

Pasáron luego á tratar de teatros, y el ama de casa preguntó porque habia ciertas tragedias que se representaban con freqüencia, y que nadie podia leer.

Al leer lo de «hermano mayor querido», le daba el corazón unos brincos que causaban delicia mortal, un placer doloroso que era la emoción más fuerte de su vida; pues bueno, esto bastaba, esto era el hecho, la realidad; ¿qué falta hacía darle un nombre? Lo que importaba era la cosa, no el nombre.

El distinguido señor Céspedes, cónsul argentino en Colón, que está allí labrando su fortuna con un heroísmo incomparable, se encuentra, por mi desgracia, en cama. ¿Qué hacer? ¿Visitar la ciudad? Veinte minutos y c'est fait. Barro y casas de madera; nada. Ponerme a leer... ¿en mi cuarto? ¡Prefiero la muerte!

También entraban algunos hombres; pero el mayor número de ellos permanecía en los jardinillos formando corros, comentando noticias del día acabadas de leer en los periódicos que los vendedores voceaban en torno suyo con los últimos partes del Norte.

Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes, que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu, prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de Prisco y San Severino.

¿Del conde? Yo hubiera creído lo contrario, y con razón... Miss Darling manifiesta tan claramente su preferencia, que no hay necesidad de ser gran psicólogo para leer en su corazón... ¡Y él! Carlos no piensa más que en ella; por esto quisiera evitar a toda costa un escándalo lamentable... Sin esa funesta rivalidad, ¿quién sabe?

En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés; pero, convertida en filósofa peripatética, disertaba de lo lindo, siempre sobre religión, moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de la conversión interior y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.

Después de cenar parcamente, Gabriel abrió un libro que llevaba en la cesta y púsose a leer a la luz de su linterna. De vez en cuando levantaba la cabeza, distraído por el revoloteo y los gritos de los pajarracos nocturnos, atraídos por el resplandor extraordinario del bosque de cirios. Transcurría el tiempo lentamente.