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... cierto... contestó el doctor vacilante y sin saber qué hacer. Pero antes de resolver nada, hay que esperar la llegada de los magistrados... ¿Se les ha avisado? Aquí llegan. Efectivamente, el murmullo de las voces acababa de extinguirse en la sala contigua, y en ese instante entraba el juez de paz del circuito Lausana, el comisario de policía, un médico y dos gendarmes.

El 5 de octubre, pocos minutos antes de mediodía, el estampido de un arma de fuego y gritos confusos salidos de la villa Cyclamens, situada en mitad del camino de Lausana a Ouchy, interrumpieron violentamente la habitual tranquilidad del lugar y atrajeron a los vecinos y transeúntes.

Y la llevaba en el alma. No había llorado porque tenía el alma llena de ella. En la orilla, al ver aparecer la barca gris sobre las aguas grises, había sentido oprimírsele el corazón. Mientras había podido ver las playas de Ouchy, de las alturas de Lausana, sus ojos no se habían desprendido de ellas. Y del viaje no recordaba más que algunas rápidas escenas.

Al lago no había vuelto: un mortal pavor lo invadía al pensar que iba a ver otra vez los únicos lugares donde pudiera decir que realmente hubiera vivido. Temía morir ahogado por la pena al ver las playas de Ouchy, las cuestas de Lausana, la villa Cyclamens, el bosque de Comte, las humildes capillas, el panorama del Leman velado por las nubes y sonriente a, la luz del sol. Por fin, un día fue.

Dijo que su patrona practicaba mucho la caridad, que daba y enviaba mucho dinero a los pobres y a las instituciones caritativas de Lausana, de Niza y de Milán, lo que confirmado por la Baronesa de Börne y por todos los extranjeros residentes en el Beau Séjour: ¿no estaba allí la explicación de la diferencia entre las sumas halladas en casa de la muerta y las que debían haberle encontrado?

En Lausana, uno de los cantones que sobresalen por sus establecimientos literarios y piadosos, existe un colegio de ciegos digno de ser visitado y objeto de admiracion merecida.

En la cuesta de Lausana, más allá de la Cruz, lo pasó un carruaje. Y entonces se detuvo, temblando. En ese camino, en ese sitio, a esa misma hora, la había visto por la primera vez: un año antes, un día que erraba por esos lugares, había pasado ella en carruaje, quién sabe si en ese mismo que acababa de dejarlo atrás. Y su imagen resurgió vivísima, con una luz que lo deslumbró.

El año de 1855, época en que yo residia en Suiza, entraron en el establecimiento de Lausana 207 ciegos: de este crecido número solo 47 pagaron su asistencia, siendo educados y alimentados gratuitamente por el establecimiento los 160 restantes del número de los que entraron en el año.

Pido que se me deje hablar con el juez de instrucción. Francisco Ferpierre, juez de instrucción adscripto al tribunal cantonal de Lausana, era muy joven: todavía no tenía cuarenta años.

¿Cómo le conoció usted? Era amigo de mis hermanos. ¿Los cuales, naturalmente eran sus correligionarios?... Después que usted salió de su país ¿dónde lo encontró? Aquí, en Lausana. ¿Estaba solo? No. ¿Con la Condesa? Con ella. ¿Fue usted a buscarle? ¿Cómo se vieron? Supo mi llegada, y fue él mismo a buscarme.