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Los convidados se daban al codo sonriendo, pronunciando entre dientes algún «¡bravo!, ¡muy bien!», al oír que las operarias republicanas de la Fábrica ofrecían aquel ramo a la Asamblea de la Unión del Norte y al Círculo Rojo en prueba de que... y para manifestar cuanto... y como testimonio de que los corazones que latían..., etc.

Las cosas de la industria pertenecían á las mujeres. ¿Cómo podía interesar á los hombres un armatoste metálico?... En cambio, las muchachas de la Guardia sentíanse atraídas de un modo irresistible por este objeto enorme y desconocido. Al verlo, latían en su interior confusos instintos, y fué tan fuerte su curiosidad, que hasta olvidaron la disciplina.

Bajó la escalera precipitadamente, montó en el coche y se dejó caer en un rincón. Pero allí su agitación fue en aumento, tenía toda la sangre acumulada en las mejillas; latían sus sienes, temblaban sus manos, sonaban en sus oídos aquellos requiebros delicados en la superficie, en el fondo desvergonzados. Lentamente se despojó del guante de la mano izquierda que acababa de ponerse.

Latían aún en el campamento la excitación del día y el hervor de las pasiones. Agitábanse las luces sin descanso en ambos lados del río, y ni un solo reflejo de la oscura corriente les contestaba.

Apenas podía sostenerse sobre sus pies hinchados y doloridos, sus arterias latían con violencia, partía sus sienes un agudo dolor; una sed ardiente le devoraba. Y para aumento del horror de su situación, unos sordos y prolongados mugidos le anunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio salvajes, tan peligrosas en España.

La villa y el jardín respiraban alegría, esperanza y amor. No se oían más que palabras de cordialidad y francas carcajadas. Los huéspedes rivalizaban en ingenio y en buen humor, y Germana se sentía renacer al dulce calor de todos aquellos corazones devotos que latían por ella. Si algunas veces atizaba el fuego por una inocente coquetería, es porque quería asegurar la conquista de su marido.

Un problema negro, pavoroso se alzó delante de él. Clara. ¿Por qué había recibido la visita del marquesito? ¿Por qué se la había ocultado? Mucho menos que esto necesitaba su espíritu caviloso para lanzarse a todas las sospechas, a las hipótesis más graves. El corazón comenzó a palpitarle fuertemente, las sienes le latían como si su cabeza fuese a estallar: emprendió la carrera hacia su casa.

Y en el tono con que dijo estas palabras latían una expresión de odio y un deseo de venganza que impresionaron á los dos oyentes. Aunque Inglaterra nos ataque prosiguió Hartrott , no por esto dejaremos de vencer. Este adversario no es más temible que los otros. Hace un siglo que reina sobre el mundo.

Duraron muy pocos instantes estas vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió la cabeza al mismo tiempo que a la perruca.

No: ¡yo!... ¡yo! Era la duquesa; ya no tenía por qué fingir indiferencia. Aquel dinero era suyo. Se había transfigurado al salir de su mutismo expectante; sus ojos brillaban con un resplandor triunfal; tenía la frente sudorosa; le latían las mejillas, intensamente pálidas.