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A los méritos que acabamos de indicar, la señorita de Latour-Mesnil había tenido el talento de añadir otro, de cuya influencia no es dado a la naturaleza humana libertarse: era extremadamente linda; tenía el talle y la gracia de una ninfa, con una fisonomía un poco selvática y pudores de niña. Su superioridad, de la que se daba alguna cuenta, la turbaba; sentíase a la vez orgullosa y tímida.

Mientras que los criados acudían al oír aquel grito siniestro, la señora de Latour-Mesnil, desatinada, se arrojaba sobre su hija, y al mismo tiempo que le prodigaba sus cuidados, levantaba febrilmente el telegrama. Esto fue, lo que leyó: «Soignies, tres y media. »El señor Jacobo, herido mortalmente, acaba de sucumbir. Luis

Esta clase de educaciones exquisitas son en París, como en otras partes, el consuelo de muchas viudas cuyos maridos viven, sin embargo. La señorita Juana Berengére de Latour-Mesnil había recibido felizmente de la naturaleza todos los dones que podían favorecer la ambición de una madre.

Durante los ocho días que se siguieron y que la señora Latour-Mesnil creyó consagrar a una investigación minuciosa sobre la persona de Maurescamp, su verdadera ocupación no fue otra que la de cerrar los ojos y los oídos, para que no la despertasen de su sueño.

Pero si alguna madre debió sentir en aquellos momentos críticos mortales angustias, es aquella que, como la señora de Latour-Mesnil, había tenido la virtud de educar bien a su hija; aquella en que, modelando con sus manos puras a aquella joven había conseguido pulir, purificar y espiritualizar sus instintos.

La señora de Latour-Mesnil vio que eran las tres; una sonrisa nerviosa crispaba los labios de Juana. Tomose del brazo de su madre y se paseó sin pronunciar una palabra. Suspiraba profundamente de tiempo en tiempo.

La elección que este personaje había hecho de la señora de Latour-Mesnil, puede sorprender a primera vista. Primeramente, era un acto de gran vanidad, y también un cálculo. Se hablaba en la alta sociedad de la señorita Latour-Mesnil como de una joven completa. Habituado a no rehusarse nada, y a ser el primero en todo, pareciole glorioso adornar su sombrero con aquella flor rara.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que la devoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre. Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerla participar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía la cabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba, por medio de un billete que le envió con un expreso.

Si la madre de Juana hace mucho que no figura en las páginas de este relato, es porque no teníamos nada que decir que el lector no haya adivinado. Una palabra bastará, sin embargo, para llenar este vacío. La señora de Latour-Mesnil se moría poco a poco, a causa del bello casamiento que le había hecho hacer a su hija. Sufría de una afección al hígado, complicada con graves desórdenes del corazón.

Se sabe que la marquesa de Latour-Mesnil, aunque había sido de las más bellas y de las mejores, no por eso había sido feliz con su marido. No porque fuera un mal hombre, pero le gustaba divertirse, y no se divertía con su mujer.