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Entra una especie de jamelgo de coche fúnebre, un larguirucho esqueleto apocalíptico, de una delgadez inverosímil. Es la señora marquesa-presidenta. Mucha nobleza y condescendencia. Esta dama, sin edad y sin belleza, de ojillos negros y penetrantes, lanza sobre todos los humanos una mirada impregnada de desprecio y de compasión. Vera le presenta a Sita.

Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico.

No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas, tropezó con un tronco, cayó de bruces... Tendido en el suelo sintió que se acercaba un hombre y que dos hercúleos brazos lo ataban codo con codo, lo registraban y le quitaban el revólver... Pidió gracia por la vida... Nadie le contestó... Pero un violento puntapié lo obligó a levantarse... Vio entonces que tenía enfrente un gaucho forajido.

En su organismo endeble de madrileños criados en casas pobres, prevalecía su entendimiento de niños educados junto a personas mayores que, sin velar nada, hablan de todo libremente. Pepe era delgado, alto, larguirucho, con el pelo rubio, rizoso y arremolinado, que dicen ser indicación de genio vivo.

El primero: un pavo vanidoso, engreído con su fama, pagado de su saber, de su crédito y de su dinero, atascado en el pantano de su prosopopeya jurídica; el segundo: larguirucho, cetrino, amojamado, con aspecto de sacristán, célibe por egoismo, alardeando a todas horas de timorato y concienzudo, discreto y medido, paciente y culto. ¡Paréceme que le veo sentado en el «butaque», con la pierna cruzada, preso en la estrecha y perdurable levita, puesto en las rodillas el gran pañuelo de algodón, de color indefinible.

Miguel corrió al instante a recogerlo; al bajarse sintió unos pasos precipitados detrás y vio frente a al levantarse a un cadete de Estado Mayor, flaco y larguirucho como una espina, quien le dirigió una mirada torva y colérica y hasta tuvo conatos de abocarle; pero después de vacilar un instante siguió caminando aunque volviendo a menudo la cabeza para mirarle de arriba abajo con expresión nada pacífica.

Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios así decían los aldeanos y no hecho a puñetazos, como otros.