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Hacía un calor espantoso; el cielo ardía implacable, sin una nube, como una cúpula roja; no se movía ni una brizna de viento; las velas, desinfladas, caían a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le dejaba a uno como ciego. En la cubierta, la brea se derretía; los pies se nos quedaban pegados; hacía un vaho de calor imposible de resistir.

El capellán, sin hacer caso de la mirada fulgurante que le arrojé, chasqueó de nuevo la lengua e hizo otras cuantas castañetas con los dedos, sin dejar de apuntar a la puerta y mirarme con soberano desprecio. Al pasar por delante de él llevó su grosería hasta decir: ¡Largo, largo! Y cuando ya bajaba por la escalera le exclamar desde lo alto de ella: ¿La hermanita, eh? Ha olido cuartos, ¿verdad?

El frío casi lo tuvo delante de todo; mas no fué grande, puesto que tembló algún tanto; duró casi tres horas la calentura: no es mucha, aunque en todo me remito al doctor, que escribirá más largo.

El largo descanso en el café le permitió recorrer como una exhalación la distancia entre el Rastro y la calle de la Cabeza, donde vivía la señorita Obdulia, a quien deseaba visitar y socorrer antes de irse a casa, pues era indudable que a la niña correspondía la mitad, perra más o menos, de uno de los duros de D. Carlos.

Por esto quisiera yo que volviésemos á la antigua usanza, y que, á no ser un drama extremadamente largo, concluyese toda función con su correspondiente divertido sainete. En la indumentaria convendría tener el mayor esmero.

Más tarde, he pensado a veces, ¿estuvo en la realidad toda aquella poesía o brotó de mi alma, exuberante a la sazón de represada y viciosa lozanía, y de ocios y ensueños de mi por largo tiempo no empleada ternura? No lo supe ni lo . Me place seguir dudando.

Sin dirigir siquiera una mirada a la mesa donde se hallaban sus amigos salió apresuradamente del café. Una vez en la calle, quedó un instante inmóvil. La cabeza le ardía y el corazón le palpitaba fuertemente. Al cabo emprendió a paso largo el camino de su casa. Se acercó a la portería donde los porteros formaban tertulia en torno de una mesa con algunos amigos.

Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo. Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción: Matar la fiera sería lo mejor.

Todas ellas son pequeñas, a excepción de la de Trana, que tiene veinte leguas de largo por tres de ancho, y está poblada por multitud de papúes y malayos, repartidos en veinticuatro aldeas, dieciséis de las cuales son cristianas, cinco mahometanas y tres idólatras.

De aquel filántropo, que ofrendó á la caridad un inolvidable y largo poema de buenas acciones, heredó su hijo la delicadeza sentimental, la exaltada ternura femenina que aroman toda su obra y ponen en cada una de sus estrofas la fragancia de una lágrima y el bálsamo evangélico de una caricia. Nació Edmundo Rostand en Marsella en 1868.