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Todo se le tornaba contrario; y él mismo se comparaba al infelice Laoconte sofocado por la serpiente. ¿Por qué, por qué? ¡oh cielos! exclamaba a veces, dirigiendo la mirada hacia lo alto, como si protestara contra el ensañamiento de la divinidad.

El Laoconte ceñido y oprimido por las serpientes está mil veces más lejos de lo real que la figura de cera representando a Catón con las sangrientas manos metidas en el desgarrado vientre y arrancándose las entrañas. Tal modo de conmover con la imitación exacta y brutal de las cosas reales dista mucho de ser el arte verdadero. Sólo los menos que medianos artistas deben apelar a tal recurso.

Marta hablaba del ideal, de todos los ideales; pero se las arreglaba de manera que en su disertación se mezclaban, por vía de incidentes, descripciones autobiográficas que se referían casi siempre al acto solemne de mudarse ella de ropa, o a estar en su lecho, medio dormida.... desvelada.... Ello es que Nepomuceno supo aquella noche, v. gr., que aquella señorita había leído una cosa que se llamaba la Dramaturgia de Hamburgo, de Lessing, y que, tanto como el autor del Laoconte, le gustaban a ella las medias muy ceñidas, atadas sobre las rodillas y de color gris perla.

De aquí que, para Goethe, el tipo ideal del arte en estatuaría, no fuese el Apolo, sino el Laoconte, donde el dolor, la compasión, y el espanto, están suavizados por la gracia divina de la belleza, hasta el punto de trocarse en soberano y tranquilo deleite.