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La pequeña casa de la calle del Carpio continuaba siendo la fragua donde se forjaba la dicha conyugal de los honrados vecinos de Lancia. El que acudía con más constancia era Paco Gómez. La razón, que le habían arrojado de casa de Quiñones a consecuencia de una frase de las suyas.

Le prohibió, riendo, que se los pusiera más. Para las corbatas confesaba que tenía mucho gusto, pero le sentaban mejor las de lazo que las chalinas. ¿Por qué no se encargaba a Madrid los sombreros? Los que llegaban a Lancia eran todos rancios y ridículos.

Nunca se vio hombre más preciado de su nobleza ni con más afán de resucitar el prestigio y los privilegios de que aquélla gozaba en siglos pasados. El público murmuraba de sus extravagancias y muchos se reían de ellas, porque Lancia es una población donde abundan los espíritus humorísticos; pero, como siempre acontece, este orgullo desmedido y feroz había concluido por imponerse.

Además, el altercado podía ser con un periodista de Lancia o de Madrid, y entonces era preciso dejarse asesinar. Estas imaginaciones le llevaron a adoptar una resolución; la de aprender a toda costa a tirar el florete. ¿Cómo? Haciendo venir un maestro a Sarrió, ya que él no podía separarse de este punto.

Hasta la llegada de Fernanda, Amalia no había pensado en ello. No teniendo rivales en Lancia, había puesto menos diligencia cada día en el cuidado de su persona, dejó del todo aquella plausible coquetería que sirve a la mujer para perpetuar el encanto de su persona. Sólo al ver la espléndida hermosura de la hija de Estrada-Rosa se dignó echar una mirada a misma.

Hoy que la resolución del problema se aproxima, me creo obligado a sostener esta opinión, a comunicar al pueblo mi pensamiento y el resultado de mis meditaciones. Si no tienes que hacer voy a leerte la carta que dirijo con este motivo al Progreso de Lancia.

Su corazón de guerrero se estremece, un círculo de espuma se forma en torno de sus labios y se lanza al combate con los ojos inflamados, respirando exterminio. Entonces, bajo el imperio de su fuerza incontrastable, los jóvenes héroes de Lancia se replegaron dando fuertes gritos amenazadores. Los sables de los civiles comenzaron a sonar de plano en las espaldas de algunos.

Pero a éste le fui a tropezar camino de Peñascosa, y le hablé muy al caso, representándole el pecado en que incurría rematando bienes de la Iglesia, le prometí darle en arriendo el prado, y le puse cuarenta duros en la mano. ¿Qué había de hacer el hombre? Fue a Lancia, lo remató y me lo traspasó a acto continuo... ¡Vaya una risa que se armó en el pueblo, amigo!

A las diez de la noche eran, en toda ocasión, contadísimas las personas que transitaban por las calles de la noble ciudad de Lancia. En las entrañas mismas del invierno, como ahora, y soplando un viento del noroeste recio y empapado de lluvia, con dificultad se tropezaba alma viviente. No quiere esto decir que todos se hubiesen entregado al sueño.

De aquellos amores tan largos, tan vivos, no quedaría más que un hombre paseando su dicha por Europa, y en Lancia una pobre mujer vieja y triste sirviendo de befa a los corrillos de Altavilla. Sus carnes fláccidas temblaron. Los instintos vengativos de su raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No, no podía ser! Antes arrojarle su hija muerta a los pies, antes clavarle un puñal en el corazón.