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Entonces el teniente, a quien devoraba el fuego de la guerra, mandó desenvainar los sables, y sonriendo ferozmente, cargó sobre la muchedumbre como un jabalí indomable. Al verlo, un vivo estremecimiento corrió por los miembros de cada uno de los lacienses.

Por la intensidad de la mirada cada par de ojos se convierte en cien pares; por su virtud acústica, cada oído en cien oídos. En sus pasos, en sus miradas, en el modo de saludarse y despedirse los ingeniosos lacienses adivinaban como verdaderos magos lo que pensaban, medían exactamente el progreso de aquellas relaciones que les tocaba en lo más vivo del corazón.

La nostalgia de Lancia, de la tertulia de Quiñones, y sobre todo de las burlas de su colega Valero, le impulsaron a dejar la patria gallega para venir de nuevo a habitar entre los lacienses. Valero, ascendido a presidente de sala, más ajado cada día, más jaranero y ceceoso, se sienta a la izquierda del prócer.

Las damas lacienses sabían perfectamente lo que se debían a mismas y estaban dotadas de un sentimiento harto delicado de las leyes del buen tono para exhibirse en días que no fuesen feriados. Y aun en éstos no lo hacían sino tomando las debidas precauciones.

Siguió al estupor un grito de indignación. Nunca se colorearon tan vivamente las mejillas de los lacienses como en aquel momento; ni siquiera cuando la prensa de Madrid vino elogiando cierta comedia escrita por un hijo de la población. ¡Qué de improperios, primero contra Granate, luego contra D. Juan, después contra Fernanda!

Por la parte trasera la luz del mediodía bañaba sus ventanas. Los árboles de la huerta metían las ramas por ellas, sirviendo de fresca cortina para templar sus rayos. El conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterio y encanto singulares para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños, únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía despierta.