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La negra, que traía una mesa ayudada por un lacayuelo, contestó sobre la pregunta de Quevedo: Vuesamercedes almozarán salmón fresco, pollas asadas, pastelones negros, pichones ensopados, tortas de dama... Basta, basta, y aun diré que sobra, aunque tengo un apetito de gigante encantado. Pues sentémonos dijo Dorotea ; ¿y vos, tenéis también apetito?... Está enamorado...

¡Cuál fué el asombro de Inés y de Beatriz cuando advirtieron que la notabilidad venía flechada a ellas! Un caballerete de veinticinco a treinta años, cargado con un abrigo y con una cajita, la seguía como si fuese un lacayuelo. Apenas llegó la dama, se puso delante de Beatriz, la miró con ternura y exclamando: «¡Querida míale echó al cuello los brazos y la besó en ambas mejillas.

En ninguna parte pudiérais sentir menos la espera. ¡Ah! las diez... conque hasta las doce. Quede con vosotros Dios. Y Quevedo salió. Toda esta escena, á pesar de que había sido un poco picante, había pasado delante de la negra y del lacayuelo. Servidnos los postres y marcháos á almorzar dijo Dorotea apenas salió Quevedo. Montiño y la comedianta quedaron al fin solos.

Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros, decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos, entre azul; llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños; parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. ¿Pues su aposento?