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Pero, mi querida señorita, comprendo que se aburra usted un poco en Krakowitz; es muy aislado esto... y su señor padre tiene historias con todo el género humano... Pero, en fin, si usted tiene ganas de casarse, una mujer como usted no tiene más que hacer que levantar el dedo meñique. ¡Oh, cállese! me responde; esas son frases. ¿Quién me querría a ? ¿Conoce usted a alguno que me quiera?

«Si la mandara buscar me dije, un coche al galope a Krakowitz, otro a Gorowen, y estaría aquí dentro de una horaPero no; viejo imbécil como soy, tendría vergüenza de confesar mi turbación... Y además, ¿no tengo aquí a Lotario, al que puedo recurrir en mi aflicción?... Gracias a Dios, está ahí todavía. Siéntense, muchachos digo, mientras me esfuerzo por adoptar un tono desenvuelto.

El me dice una suma... No la repetiré, porque soy yo el que la ha pagado. Le planteé entonces mis condiciones. Primo: dimisión inmediata. Secundo: obligación de dirigir personalmente los cultivos. Tercio: renuncia al pleito. Este pleito, entablado contra Krakow de Krakowitz, había sido durante años el deporte favorito de mi viejo amigo.

Es tan fácil, señores, hacer cambiar mis resoluciones más sagradas como hacer balancear una espiga... Volví, pues, a Krakowitz... Y, volví otra vez, y otra vez...

Desde el momento de mi primera aparición en Krakowitz, Yolanda había formado el proyecto de tomarme por confidente de su amor: esperaba tener así noticias de Lotario, por mi intermedio. Pero ¡ay! yo había interpretado mal sus tiernas miradas, y había tomado para el papel de enamorado...

Aguanté las burlas del viejo, bebí el café que su mujer me hacía, y escuché con beatitud las lindas arias que Yolanda me cantaba; aunque la música... en general... Cuanto más iba a Krakowitz, tanto más incómodo me sentía; pero era como si me arrastraran allá mil brazos, y no podía resistirme de ningún modo.

Ella seguía, como siempre, echándome miradas de reojo; pero ¿que significaban esas miradas? ¿eran un reproche, un llamamiento, o simplemente el placer de verse admirada? No podía adivinarlo. En fin, a mi tercera o cuarta, he aquí lo que sucedió. Serían las doce del día apenas, y hacía un calor atroz; y yo, aburrido e impaciente, parto para Krakowitz.

Al día siguiente, presento mi informe al joven, sin decir una sola palabra, naturalmente, sobre mis tonterías de la víspera. El me clava sus ojos negros, ardientes: No hablemos más de la cosa dice. Me lo esperaba. Ocho días después vuelve a tratar del asunto, como quien no quiere la cosa: Sin embargo, deberías ir otra vez a Krakowitz, tío. ¿Estás loco, muchacho? exclamo.

¡Ajá! ¡conque cuentas ya con mi muerte! grita el viejo, montando otra vez en cólera; ¡querrías seguramente enterrarme vivo y tirar en seguida el manotón a Krakowitz para redondear tus tierras! ¿Le has echado el ojo a mi Krakowitz desde hace tiempo, eh? Imposible hacer entender razones a ese energúmeno; me decido a emplear los grandes recursos. Oye entonces mi última palabra: le digo.

Los hay que se espantan, los hay que se encogen, hágase lo que se haga... En fin, adelante. Un poco de todo eso era el patio de Krakowitz. Graneros espléndidos... carretones mal cuidados... magníficos montones de estiércol, y caballerizas en desorden.