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Y fue al piano; porque ella era la discípula querida del Instituto y ninguna como ella entendía aquella plegaria de Keleffy, «¡Oh, madre mía», y la tocó, trémula al principio, olvidada después en su música y por esto más bella; y cuando se levantó del piano, el rumor fue de asombro ante la hermosura de la niña, no ante el talento de la pianista, no común por otra parte; y Keleffy la miraba, como si con ella se fuese ya una parte de él; y, al verla andar, la concurrencia aplaudía, como si la música no hubiera cesado, o como si se sintiese favorecida por la visita de un ser de esferas superiores, u orgullosa de ser gente humana, cuando había entre los seres humanos tan grande hermosura.

Los que tienen ojos en el alma, han visto eso que hacían ver las fantasías que en el mar improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por lo que niegan muy orondos que lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es seguro que un topo no ha podido jamás concebir un águila.

Tal como suelen los astros juntarse en el cielo, ¡ay! para chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen encontrarse en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro genio, la hermosura. De fama singular había venido precedido a la ciudad el pianista húngaro Keleffy.

¿Cómo entenderte, Lucía? decía Juan a su prima unos quince días después de la noche de la fiesta, con una intención severa en las palabras que él con Lucía nunca había usado . Desde hace unos quince días, espera, creo que me acuerdo, desde la noche de Keleffy, te encuentro tan injusta, que a veces, creo que no me quieres. ¡Juan! ¡Juan! Bueno, Lucía: me quieres.

Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar, y la halló luego como una copa sorda, en que las armonías de su alma no encontraban eco, de lo que le vino postración tan grande que ni fuerzas tenía aquel músico-atleta, para mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un amigo leal del brazo, y le dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo luego al mar, cuyas músicas se le entraron por el alma medio muerta, se quedaron en ella, sentadas y con la cabeza alta, como leones que husmean el desierto, y salieron al fin de nuevo al mundo en unas fantasías arrebatadas que en el barco que lo llevaba por los mares improvisaba Keleffy, las que eran tales, que si se cerraban los ojos cuando se las oía, parecía que se levantaban por el aire, agrandándose conforme subían, unas estrellas muy radiosas, sobre un cielo de un negro hondo y temible, y otras veces, como que en las nubes de colores ligeros iban dibujándose unas como guirnaldas de flores silvestres, de un azul muy puro, de que colgaban unos cestos de luz: ¿qué es la música sino la compañera y guía del espíritu en su viaje por los espacios?

Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez tal que pareció a todos cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo que las camelias cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, y dijo, como si no quisiera ser oído más que del amigo que tenía al lado: «Puesto que no es de quien debe ser, que no sea de nadie». Y como la fantasía que la hermosura de Sol arrancó a Keleffy era ya a manera de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto y profundidad mayores de los que pudieran suponérsele, compró, para que nadie volviese a tocar en él, el piano en que habían tocado aquella noche Sol y Keleffy.

Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a la concurrencia.

A los pies de Lucía está Sol del Valle. Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas veces. ¿De conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en que todo el mundo se conoce?

¿Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la miró con ojos desesperados y avarientos. Era como una copa de nácar, en quien nadie hubiese aun puesto los labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que arroba y ennoblece. Una palma de luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía. La niña, cuando se sentó al lado de la directora, casi rompió en lágrimas.

De modo que cuando se supo que Keleffy venía, y no como un artista que se exhibe sino como un hombre que padece, determinó la sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta, que quisieron fuese como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya porque del talento de Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena ciudad de nuestro cuento no quería ser menos que otras de América, donde el pianista había sido ruidosamente agasajado.