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Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron.

Finalmente, se entraron entre unos amenos árboles que poco desviados del camino estaban, donde, dejando vacías la silla y albarda de Rocinante y el rucio, se tendieron sobre la verde yerba y cenaron del repuesto de Sancho; el cual, haciendo del cabestro y de la jáquima del rucio un poderoso y flexible azote, se retiró hasta veinte pasos de su amo, entre unas hayas.

Y no a horcajadas, porque esto no lo consentía su decoro y su estética natural e inconsciente, sino sentada, lo cual es más difícil; hacía trotar y galopar a la bestia, espoleándola con los talones o azotándola con el extremo del ronzal o de la jáquima, cuando la tenía y no iba a pelo, sin brida ni rienda de ninguna clase.

-Así es -respondió la barbada condesa-, pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante. -No me descontenta el nombre -replicó Sancho-, pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?

No lo invento yo; lo canta una escritura de juros que tengo en mi casa. Por eso le he dicho ayer a nuestro pariente Ramón Trujillo... ya sabéis que me le han hecho conde... le he dicho que adopte por escudo un frontil y una jáquima con un letrero que diga: Pertenecí a Babieca...». ii