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No le ocultaré, gentleman, que recientemente se nota cierta transformación en los hombres. Hay una juventud masculina que se burla de la mansedumbre de sus padres, de su falta de aspiraciones, de su esclavitud doméstica. Estos muchachos pretenden ir solos por las calles y miran á las mujeres audazmente, sin bajar los ojos ni cubrirse con el manto. Carecen de recato y de modestia.

Alli hay placeres para todos los sentidos: trescientos platos diversos para cada comida, con trescientas especies distintas de licores en trescientas copas de oro y pedrería; rozagantes vestiduras de seda y de brocado, perfumes de suavidad desconocida en la tierra, y por último una perpetua juventud.

La faja negra oprimía una camisa de franela roja, apenas cubierta por un chaleco suelto, y la maraña de pelos ensortijados, sucios de barro, se escapaba por debajo de una boina vieja. Olía á juventud descuidada, á ropas mantenidas sobre la carne meses enteros. Aresti conocía este perfume de las minas; el hedor de los cuerpos vigorosos que trabajan, sudan y duermen siempre con la misma envoltura.

Un indiano de semejante barro ve transcurrir los mejores años de su juventud de desengaño en desengaño, y no desmaya.

La verdad, sin embargo, es que poco a poco fui dejando de sentirme avergonzado de mi felicidad; y hasta acabé por creer que tenía derechos reales sobre tanta juventud y belleza.

Hízole el padre la presentación de su hijo mayor, comieron todos alegremente y de sobremesa hablaron de política, única conversación que tenía el privilegio de distraer al pobre viejo, quien a cada instante hallaba medio de relacionar los sucesos de entonces con los de su juventud, estableciendo comparaciones entre hombres y épocas distintas.

El crepúsculo matutino es la actividad, la vida. El vespertino es el sentimiento, la poesía. Aquel, la juventud, la primavera; este, el otoño, la melancolía.

En un murmullo de charlas alegres, las jóvenes revelaban su alma con la misma gracia o inocencia, que en sus vestidos se revelaban sus cuerpos. Los jóvenes dejaban rebosar de su espíritu y de su corazón, esa adoración inconsciente, tan impulsiva y por lo mismo tan seductora, de la juventud y de la fuerza, hacia la gracia y la belleza.

Un hombre que hablaba de amor a una señora que era de otro, ante los hombres.... Ya lo sabía, ; no exigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes y costumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claro que había en el mundo mujeres, virtuosas como la que más, que ya sabían a qué atenerse respecto de la letra de la ley moral que condenaba aquel amor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos, que había pasado su juventud en un pueblo como Vetusta, podía pedirla que se dignase siquiera alentar su pasión con una esperanza?

Después de haber hecho ese viaje, cada vez que un anciano me refiere haberlo llevado a cabo en su juventud, y no pocas veces, en champan, lo miro con el respeto y veneración con que los italianos jóvenes de 1831 debían saludar a Maroncelli, cruzando las calles sobre su pierna de palo, o al pálido Silvio Pellico con el sello de sus diez años de Spielberg grabado en la frente.