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Ambas Juanas no recibían a don Paco en la sala, sino en el patio, donde se gozaba de mucha frescura y olía a los dompedros, que daban su más rico olor por la noche, a la albahaca y a la hierba luisa, que había en no pocos arriates y macetas, y a los jazmines y a las rosas de enredadera, que en Andalucía llaman de pitiminí, y que trepan por las rejas de las ventanas, en los cuartos del primer piso, donde dormían Juanita y su madre.

Al pasar un grupo por la calle donde ambas Juanas vivían, oyeron de repente el alboroto y vieron el tropel de los que huían de la vaca, y hasta entonces no recordaron el peligro a que se habían expuesto. El escribano, sin pensar en sus hijas, con frac y todo, se subió por los hierros de una reja y logró ponerse en salvo.

Ambas Juanas, que tampoco habían estado en la procesión, porque la habían visto pasar por delante de su casa, sita en la carrera, aparecieron en la iglesia cuando ya empezaba la misa. Involuntario y general murmullo de admiración se escapó entonces del pecho de los hombres. La madre iba delante abriéndose paso con los codos.

Otros mozos aguijoneaban y enfurecían a la vaca, apaleándola con las chivatas y punzándola por detrás con pitacos o bohordos de pita. No siguieron mirando las Juanas lo que ocurría en la calle, porque más conmovedor espectáculo se ofreció de repente a sus ojos dentro de la sala misma. Apareció don Paco, a quien la criada había abierto la puerta, con una gran pelota colorada entre los brazos.

El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerra milenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas de estas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era el trabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.

Parecía completamente dueño del campo; pero el campo estaba tan bien atrincherado, que don Paco no lograba entrar en él y se quedaba fuera como los otros. No desistió por eso de ir por las noches a casa de ambas Juanas, aunque no de diario.

Ambas Juanas, sin alterarse en manera alguna y como la cosa más natural y sencilla, lo explicaban todo, afirmando que Juanita y Antoñuelo eran exactamente de la misma edad, se habían criado juntos desde que estaban en pañales y podían considerarse como hermanos.

Extraño me parece que una persona de la posición, de la gravedad y de los conocimientos de usted se deleite rebajándose y dando conversación, durante horas enteras, a dos mujeres tan ordinarias y tan poco edificantes como las Juanas; pero más extraño es todavía que no sea la conversación de usted y su tertulia con ellas solas, sino que haya usted tenido casi siempre por contertulio a Antoñuelo, el hijo del herrador, el más pillete y el más zafio de todos los mozos de este lugar. ¡Singular tertulia! ¡Buen par de parejas estaban ustedes!

Al hacer esto, en el rostro de Juanita se mostraba más bien la tristeza que la cólera; Antoñuelo, al mirarla tan digna, amainó en su furor, no persistió en sus improperios, y se fue cabizbajo y silencioso. Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y más positivo.

El sermón del padre Anselmo se comentó y se interpretó por todo el lugar en perjuicio de ambas Juanas. Nadie sacó la cara por ellas, salvo el maestro de escuela, aquella noche, en la Casilla. La Casilla era y es todavía en algunos lugares el Casino y el Ateneo primitivos y castizos.