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Tal vez me acusen las apariencias. En realidad, no hay culpa, ni falta, ni desdoro en lo que he hecho. Mi yerno será un señor muy noble, pero yo no lo soy, y al tratarme con los plebeyos, me trato con mis iguales. Sólo se puede exigir de que sean decentes las personas que trato, y no hay el menor motivo para afirmar que las Juanas no lo sean.

El día menos pensado, no sólo para ir tan pomposas, sino para comer, faltará dinero a las Juanas, y entonces acudirán a usted y a otros a fin de retenerle, y como no podrán dar en cambio levitas, harto sabe el diablo lo que darán, ya no lo han dado.

Pero ya había tomado la maldita costumbre de ir, y todas las noches, si lo retardaba algo, empezaban al toque de ánimas a hormiguearle y bullirle los pies, y ellos mismos, pronunciándose y rebelándose contra su voluntad, le llevaban a escape y como por encanto a casa de ambas Juanas.

Agradablemente pasaron, pues, la velada, y fueron de los que más gozaron en ella, sin perdonar los fuegos con los que la velada terminó, y que estuvieron espléndidos. Los galanes, ya cerca de la una, acompañaron a ambas Juanas hasta la puerta de su casa. Cada mochuelo a su olivo, como suele decirse.

Don Paco dejó, pues, de ir todas las noches a casa de ambas Juanas; ya no veía a Juanita en la fuente y sola, porque él mismo había predicado para que no fuese, y, sin embargo, no acertaba a sustraerse a la obsesión que Juanita le causaba de continuo, presente siempre a los perspicaces ojos de su espíritu, así en la vigilia como en el sueño. Por dicha, no le atormentaban los celos.

No pecaban las dos Juanas por encogidas ni por medrosas; pero apenas pudieron resistir la muda y formidable tempestad que descargó sobre ellas. Aparentemente estaba más conmovida la madre. Juanita no mostró perder la serenidad y el reposo. Su orgullo y el convencimiento de que no había incurrido en grave falta la sostuvieron.

Dichas chucherías, apéndices de la verdadera cena que cada uno había tomado ya en su casa antes de empezar la tertulia, probaban además, cuando las dos Juanas y don Paco se las comían, sin el menor susto y sin ninguna mala resulta, que nuestros tres héroes poseían tres estómagos de los más sanos, eficaces y potentes que hay en el mundo.

A los que comían bien, doña Inés los censuraba por su glotonería y despilfarro, y a los que comían poco y mal, los calificaba de miserables, de hambrones y de perecientes. No tardó, por consiguiente, doña Inés en tener noticia de las aficiones de su padre y de sus visitas o tertulias en casa de ambas Juanas.

Informó, además, a su amo de que Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada, muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y la había corrido en su mocedad, y si bien la Fortuna siempre le había sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.

Después le retrajo más de ir a casa de las dos Juanas el saber que tanto las frecuentaba don Paco. Tal vez supuso el bueno del maestro que Antoñuelo y don Paco bastaban en aquella casa, y que si él iba estaría de non y sería un estorbo.