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JESSY. ¡Comprendido...! Es el oficio que entra, como suele decirse... ¡Bah...! ¡Yo soy una buena muchacha...! Se dirige hacia el diván y se quita el corsé. ¡Ea...! Vamos a elevar nuestra alma... Talma no se lo hace repetir. Adivínase la continuación. Al cabo de unos cuantos minutos, Jessy se levanta tan tranquila como si acabara de cumplir una pequeña formalidad administrativa.

JESSY. ¡Claro que no lo soy...! ¡Comprenderá usted que salgo ya sin mi nodriza...! ¡Y que no he ganado estas perlas cosiendo a máquina...! TALMA. ¡Lo adivino! Usted es hija de un consejero de Estado arruinado por las especulaciones. JESSY. Yo soy hija de mis obras, de mis obras vivas. Mamá tiene un cuarto amueblado en Montparnasse...

JESSY. ¡Oh! ¡Mamá es muy correcta...! ¡Nunca se llevó mal con las buenas costumbres...! Yo también era correctísima. Poseo todos mis certificados y hubiera podido ser institutriz, como Blanquita... ¿Sabe usted a qué Blanquita me refiero...? TALMA. A la heroína del señor Brieux. Le aconsejo a usted la escena del acto tercero. JESSY. Ya es demasiado tarde.

Las obras desaparecieron; pero la efigie de los actores permanece. Jessy contempla a estos antepasados, mientras pasa su mano, distraída, por una banda de perlas, que vale cien mil francos. ¡Hermoso número...! Entra el maestro; es Anthime Talma, el comediante más notable de nuestra tercera República.

Cabeza pelada, con las arrugas de la vejez a lo largo de la nariz; frente genial de imbécil y ojos apagados; porte exquisitamente correcto. Soy la señorita Jessy Loudon; me envía a usted la señorita Marjorie Daw, su discípula...

Mientras la criadita se retira, Jessy contempla los grabados antiguos, que recuerdan a los grandes artistas, orgullo de nuestro Teatro: Lekain, Potier, los Lepeintre el joven y el mayor , Beauvallet, la señorita Mars, la señorita George esta cocinera heroica , Rachel, Desclée, el famoso Grassot inventor de un ponche , Arnal y Vernet, en sus papeles más célebres.

JESSY. ¡Ni soñarlo...! Sentí que la vocación se adueñaba de , que iba a tener al fin algo que me interesara en la vida, que Dios me señalaba el camino que había de seguir... ¡Dios me había concedido unas piernas lindas...! Era para que se las enseñara a todos los amigos del señor Sautriot y para que el señor Sautriot se enorgulleciera de ello.

JESSY. ¡Qué suerte tuvo usted...! No fué suerte, como usted dice. Me había impuesto al Jurado. Ellos no me habían comprendido, sino soportado; yo llevaba a esa vieja casona un espíritu nuevo, una ardiente sensibilidad, que maravillaron a mis profesores. Obtuve el primer premio de Comedia y de Tragedia; los subvencionados se asustaron; no se atrevieron a soltarme en el repertorio.

JESSY. El cómico que ha perpetrado la revista en que yo trabajo y que hace todas las porquerías que estrena la señora Grattemimi. JESSY. Y usted, que se codea con Molière, ¿qué está buscando en este momento por los alrededores de mis ligas...? Sin duda, esto es lo que usted llama un sendero de espinas... TALMA. ¡Le suplico, querida mía...!

JESSY. ¡Dispénseme usted, maestro...! El exclamó: «¡Qué piernas tan bonitas tienes...! Con unas piernas semejantes, ¿no se te ocurrió nunca hacerte del teatro...?» TALMA. ¿Y usted se negó...?