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Lunes 16 de Septiembre se corrieron toros en la Plaza de San Francisco con asistencia de ambos Cabildos. Este día 7 de Febrero mandó el Cabildo de la Santa Iglesia que su secretario don Rodrigo de Quintanilla, Arcediano de Jerez diga al señor Dr.

Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las bodegas de Jerez y las soleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».

Hablaba con el señor Fermín queriendo averiguar a qué iglesia de Jerez iba los domingos con María de la Luz, para oír misa... Al ver a la hija del capataz abstraerse, poniendo su pensamiento lejos, muy lejos, en el cortijo donde vivía Rafael, la buena señora interpretaba esta tristeza como un anhelo de recogimiento, y la ofrecía su protección.

Lo único que advirtió es que estaba fría. , dijo galantemente, y además está fría. ¡Friísima!... Lo mismo me pasa siempre... Vaya, armémonos de valor. Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas... Hasta luego, hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte! Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de condescendencia.

Jerez os manifestará al través de una puerta del renacimiento sus ricas naves en ojiva, cuajadas de molduras desde el pavimento hasta la bóveda; Sanlucar, su castillo y los restos de un palacio donde murieron los últimos rayos del sol de la edad media.

Había pasado el domingo en una pequeña viña que tenía cerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas del período de la Revolución. Todos los admiradores habían acudido al enterarse del regreso de don Fernando.

Entonces conoció Fermín a su «ángel protector», como él le llamaba; al hombre que, después de Salvatierra, era el dueño de su voluntad, a Dupont el viejo que, viéndole un día, recordó vagamente ciertas muestras de respeto, ciertos pequeños favores a su casa y a su persona, en la época en que aquel infeliz iba por Jerez con aire de amo, orgulloso de su gorro colorado y de las armas que hacía resonar a cada paso, con un estrépito de ferretería vieja.

Está apalabrado con una heredera millonaria, y lo curioso es que este Ayax de treinta años, que devora cuatro libras de carne en beef-steake y se bebe tres botellas de jerez de una sentada, hace creer a la novia que viaja por necesitarlo su salud. El otro maulo como dice mi tío, es un francés: el barón de Maude. ¡Barón! dijo el general con socarronería . ¡!, ¡barón como Gran Turco!

SETAS. Bien limpias se ponen a cocer con agua y sal; se escurren, y con pan rallado, toda clase de especias, ajo y perejil; se ponen en una tartera, rociándolas con jerez; se ponen al horno, y cuando están doradas se sirven, colocándolas en una fuente sobre rebanadas de pan frito con manteca.

Y le llenaba los bolsillos de duros, de pesetas, de toda la plata enmohecida por el encierro, reunida lentamente en el curso de los años. Cuando creyó haberle dado bastante, le sacó de la viña. ¡A correr! Aún era de noche y podían pasar por fuera de Jerez sin que les viesen. El viejo tenía su plan. Había que buscar a Rafael en Matanzuela.