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Como nada es duradero en el mundo, el cielo quiso que a aquel edificio le llegase como a la casa de D. Felicísimo, su día final, y hoy crece en sus rotos muros el amarillo jaramago, y sus huecos son ¡ay! de lagartos vil morada.
Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como á dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso á nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina, que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos.
En las Cuatro Calles, frente a las ruinas seculares de la calle de Sevilla, coronadas ya, como las de Itálica, por el amarillo jaramago, tomó Jacobo un simón para evitar la afluencia, eterna en aquel sitio, de gentes que van y vienen, formando en las aceras cordones interminables de hombres, de mujeres, de niños, cobijados todos aquel día bajo sus paraguas, que remedaban, yendo y viniendo y cruzándose, una larga procesión, una contradanza fantástica de hongos fenomenales.