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El señor Anguita, que no se calentaba, a pesar de hallarnos en los días más terribles de agosto, había adquirido recientemente un pandero con el retrato de una chula, y se había vuelto loco y casi nos había vuelto locos a todos. Ramoncita, siempre en conversación grave, importantísima, con sus amigas jamonas y solteras.

Algunas señoras por el estilo andaban por allí de vez en cuando, y, más de tarde en tarde, dos, como de la edad de la marquesa, jamonas tan de buen ver todavía como ella. La una era rubia, condesa viuda de Camposeco; pero la marquesa siempre la llamaba por su nombre de pila: Sagrario. Gastaba muy buen humor, y solía decirle cuchufletas; lo mismo que a los demás.

Arturito Galeolo era un chico que frecuentaba las mejores casas y las peores mujeres de la corte: tenía dos hermanas jamonas muy guapas, extravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompañaba a todas partes.

«¿Qué era aquello, Señor, qué era aquello?». ¿Por qué en día semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari Pepa entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre. Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura moral, que lamentaba para sus adentros, en tanto que veía a las jóvenes y a las jamonas vetustenses coquetear en la acera, y en las tiendas deslumbrantes de gas. Don Álvaro opinaba lo contrario, que bastaba su presencia y su contacto para adelantar los acontecimientos. Para tener idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su físico, hay que figurarse una máquina eléctrica con conciencia de que puede echar chispas.

Mientras permanecía callada, charlaban unos con otros, pero siempre en voz baja, como si se hallasen en un templo o en la misma cámara real. Sus hijas Recareda y Valeria, jamonas de alto bordo, se mostraban ante ella tan respetuosas, tan obedientes y sumisas como niñas de diez años; y lo mismo su hijo viudo, lleno de canas.

Doña Rufina vestida de azul eléctrico, empolvada la cabeza que adornaban flores naturales que parecían, sin que se supiera por qué, de trapo, doña Rufina reinaba y no gobernaba en aquella sociedad tan de su gusto, donde canónigos reían, aristócratas fatuos hacían el pavo real, muchachuelas coqueteaban, jamonas lucían carne blanca y fuerte, diputados provinciales salvaban la comarca, y elegantes de la legua imitaban las amaneradas formas de sus congéneres de Madrid.