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Un silbido muy original de Chisco; el latir de un perrazo poco después; una luz tenue y errabunda aparecida de pronto; la detención repentina de mi caballo, tras el último par de resbalones con las cuatro patas sobre los lastrales «pendíos» de la vereda; bultos negros en derredor de la luz y rumor de voces ásperas y de distintas «cuerdas»; mi descenso dificultoso del caballo, al cual parecía adherido mi cuerpo por los quebrantos de la jornada y los rigores de la intemperie; mi caída sobre un pecho y entre unos brazos envueltos en tosco ropaje que olía a humo de cocina, y la sensación de unas manazas que me golpeaban cariñosamente las costillas, al mismo tiempo que los brazos me oprimían contra el pecho; mi nombre repetido muchas veces, junto a una de mis orejas, por una boca desportillada; mi entrada después, y casi a remolque, en un estragal o vestíbulo muy obscuro; mi subida por una escalera algo esponjosa de peldaños y trémula de zancas; mi ingreso, al remate de ella, en otro abismo tenebroso; mi tránsito por él llevado de la mano, como un ciego, por una persona que no cesaba de decirme, entre jadeos del resuello y fuertes amagos de tos, cosas que creería agradables y desde luego le saldrían del corazón, advirtiéndome de paso hacia dónde había de dirigir los míos, o dónde convenía levantar un pie o pisar con determinadas precauciones, sin dejar por ello de pedir a gritos y con interjecciones de lo más crudo, una luz que jamás aparecía, porque, como supe después, toda la servidumbre andaba en el soportal bregando con los equipajes y las cabalgaduras; de pronto un poco de claridad por la derecha, y la entrada en otro páramo de fondos negrísimos con una lumbre en uno de sus testeros; después, el acomodarme, a instancias muy repetidas de mi conductor, en el mejor asiento de los que había alrededor de la lumbre; y el ponerse él, pujando y tosiendo, a amontonar los tizones esparcidos, y a recebarlos con dos grandes, resecas y copudas matas de escajo.

Lo último es lo que le acontecía al epicúreo Colignon, que, entre jadeos y sofocos, remontaba periódicamente la cuesta del asilo, atraído por el ascético Belarmino; es decir que caía, sin voluntad, subiendo hacia él. El señor Colignon, bastante avejentado ya, penetra, con sus acompañantes, en el zaguán del asilo; una pieza alongada, de paredes desnudas, con cuatro desvalidas silletas de paja.

Venía a ver qué era de ; si se me oía revolverme en la cama, para entrar, en este caso, a abrirme los balcones, si lo deseaba, y si no, para tener el gusto de darme los buenos días. Le agradecí mucho su cuidado, y después de abrazarle le pregunté cómo había pasado la noche y por qué madrugaba tanto. Como siempre, hijo del alma contestóme entre toses y jadeos . Y no me las Dios peores.

Don Marcelo llevaba polainas, amplio sombrero, y sobre los hombros un poncho fino arrollado como una manta. Había sacado á luz estas prendas que le recordaban su lejana vida en la estancia. Detrás de él caminaba Lacour, procurando conservar su dignidad senatorial entre los jadeos y resoplidos de fatiga.