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« hablas mucho y dibujas poco», le decía sobriamente Jacques.

Basta saber que las triviales cartas cambiadas entre los dos amigos a propósito del ya inmediato matrimonio, carecieron por completo de interés; la de Jacques fueron cuatro renglones a modo de simple notificación; la del marqués era, sea dicho en justicia, aunque breve, amistosa.

Poco a poco fue el marqués volviendo a sus antiguas costumbres, frecuentando el taller de Jacques, donde encontraba casi siempre a Beatriz, sobre todo durante las sesiones para el retrato de miss Nicholson, con cuya amable persona había intimado mucho la mujer del pintor.

Para hacerlo así marchó una mañana a Bellevue; cuando llegó a casa del pintor, dijéronle que Beatriz se hallaba en el jardín, probablemente en el taller de su marido. Este taller se encontraba a alguna distancia del caserío de la quinta, y no encontró en aquél sino a Jacques, trabajando concienzudamente en sus recuadros, que prometían ser verdaderas maravillas.

Asomaba la primera semana del luctuoso mes cuando Beatriz advirtió con terror que los grandes recuadros destinados a América hallábanse a punto de ser terminados, y lo hubiesen estado con anterioridad si Jacques no hubiese más que nunca querido justificar en esta postrer obra suya la reputación del concienzudo y probo artista que la fama pública le había discernido, y no quedaban por hacer sino ligeros retoques, hasta el punto de que ya el apoderado de míster Nicholson en París viniera a entenderse con el pintor acerca del mejor modo y forma de mandar las telas a su destino.

Tales eran las recíprocas relaciones de estas dos personalidades en los días en que Pierrepont llegó a la posesión de los Genets, precediendo en algunos a su amigo Jacques Fabrice.

Habiendo mostrado éste una muy natural reserva en renovar sus visitas a la joven pareja, el pintor le dirigió reproches y lo mortificó a este respecto de una manera hasta enojosa; de todas las involuntarias torpezas en que incurrir pudo ante los ojos de su mujer nuestro pintor, no fue ésta la que menos dejó de chocarle, porque olvidando que Jacques ignoraba en absoluto el recíproco secreto de ella con Pierrepont, vio en la insistencia de su marido para atraer al marqués al domicilio conyugal una falta de tacto, una inhabilidad peligrosa, y lo que es más, un rasgo de maldad con respecto a ella. ¡Cómo! ¡cuando ella misma agotaba voluntad y valor por expulsar para siempre de su alma el pensamiento de ese hombre, que tanto había amado, era su propio marido quien se lo traía de la mano imponiéndole su presencia turbadora!

No la leeré replicó Jacques rechazando la mano de Calvat que le tendía la carta . ¡Sal de aquí al instante, y te prohibo que vuelvas jamás a poner los pies en mi casa! Ya me volverás a llamar, y como no soy rencoroso, volveré a tu primera palabra. Esa carta es de Pierrepont dirigida a tu mujer. Ahí te la dejo. La arrojó sobre la mesa y salió del taller.

Apenas tuvo tiempo de terminar estas palabras, cuando Fabrice, agarrándolo por el cuello, casi hasta ahogarlo: ¡Miserable! le dijo , ¡estás ebrio!... ¡Vete! ¡Vete de mi casa! Y lo empujó, arrojándolo fuera del taller. ¡Pobre tonto! murmuró Calvat haciendo una repugnante mueca. ¡Te he dicho que te vayas! añadió Jacques marchando hacia su cuñado.

Fue ésta una nueva inculpación que formuló contra Jacques y que, como las otras, no tenía tampoco fundamento alguno de justicia, mas cuando una mujer tiene la desgracia de no amar a su marido, encuentra siempre motivo para atenuar a sus propios ojos la sin razón que su conciencia íntima reprueba, y al proceder así obra de buena fe, porque para su alma ulcerada todos son sufrimientos, para su enfermo corazón todas son heridas.