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Mira que concluirá por cubrirte del todo dijo el joven riendo. Por fin llegó Jacinto, cariacontecido y de mal humor. No he podido hacer la operación exclamó con un juramento. Lo dejas para mañana, hombre, ¿qué apuro tienes? Jacinto entró en el escritorio, vió a míster Robert trabajando siempre, y no queriendo interrumpirle, salió y dijo a Quilito: ¡Vamos a Palermo!

El P. Jacinto había sido un jayán y había sacudido el polvo á algunos desalmados y pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos, que se emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego y daban palizas á sus mujeres. Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el P. Jacinto.

Ya cerca de Palma Mocha, se hizo alto y el capitán Perdomo, Jefe de la columna, ordenó que el joven Teniente Jacinto Llaca, perteneciente al cuerpo de la Guardia Rural, fuese desmontado con 10 hombres en la extrema vanguardia de la columna, con el fin de que no pudieran los rebeldes oir el tropel de los caballos.

De esta conformidad pasaron aquella noche en continuo sobresalto, y luego que aclaró el dia 10, desampararon el cuartel: unos se dirigieron á sus casas, y otros reunidos por Pagador, se presentaron á D. Jacinto Rodriguez, protestando que como á su Teniente Coronel debian comunicarle lo que se premeditaba contra ellos; que estaban prontos á obedecerle ciegamente, con lo que daban unas pruebas nada equívocas de la subordinacion que le tenian: quien, al oir las quejas, les dijo que no volviesen al cuartel, y quedándose con algunos de mayor confianza, les previno sigilosamente se amotinasen aquella noche, y les advirtió el modo con que lo habian de practicar.

En sermones de empeño, en días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores, de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban á los discretos y finos de aquellos lugares.

Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo el Comendador y el P. Jacinto, el primero se volvió á la ciudad en aquel mismo día para que su ausencia no se extrañase. El P. Jacinto quedó en ir á la ciudad al día siguiente de mañana. Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron para que sobre el terreno se decidiesen.

Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía punta acerada como una saeta. El P. Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y en su elocuencia. Se hizo un lío y no supo decir nada. Se encontró tan apurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima y le dió tregua para poder replicar en momentos más propicios y después de meditarlo.

Pero yo me moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré si no me muero. El Comendador no sabía qué responder á tales quejas. Procuraba consolar á D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él tenía mayor necesidad de consuelo. Iba D. Fadrique á buscarle en el P. Jacinto.

Cuando en el día va á Villabermeja un cura forastero, tiene que aprender el tonillo. En este tonillo fué el padre Jacinto un dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oirle, aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro sus más apasionadas arengas.

Se informaron de ella con interés: también del ganado. Jacinto les notició que la Pinta había parido hacía tres días un jato. El tío Lalo torció el hocico: aquella vaca no les daba más que becerros. Es verdad repuso Jacinto, pero en cambio la Morica ya nos dió tres jatas seguidas y váyase lo uno por lo otro.