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Á los seis meses de la muerte de Doña Blanca, en pleno invierno, se reunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casa del mayorazgo D. José López de Mendoza, á más de su mujer y de su hija Lucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y á veces el padre Jacinto.

Susana, avergonzada, dijo que la hermanita era una muchacha sin juicio, de la que no podía sacarse partido; Jacinto era otra cosa; no estaba allí en aquel momento, si no le llamaría, para que la tía le conociera y viera qué serio y qué hombre estaba.

Amará á su marido. ¿Por qué no ha de amarle? Vamos, señora dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida: no amará á su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo y fastidioso.

La población de San Jacinto la forman 1.800 almas, de las cuales tributan unas 500, calculando en 250 los niños de ambos sexos que asisten á la escuela, según nos dijo el Gobernadorcillo. Los productos son: el abacá, el tabaco, la caña dulce, el añil y el coco; de este nos sirvieron por vía de refresco una suculenta ensalada hecha de palmito.

Con Jacinto no se llevaba mal, y con esto queda dicho que, si sus relaciones no eran cordiales, tampoco estaban a matar.

Parecían sentir profundo desprecio por aquellos aldeanos y sus juegos. Delante de la puerta del lagar de D. Félix había un numeroso grupo de hombres. Entre ellos estaba Jacinto de Fresnedo rodeado de sus amigos los montañeses de Villoria, que se habían bajado del castañar poco hacía por consejo de Nolo.

Pero las almas son siempre rosales llenos de espinas... ¡Mira las rosas y no toques los rosales! «Es verdad pensó Cristela. El rostro es la flor, el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto, el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y espinado.

Con esto, soltaba tanto la cuerda, que Jacinto, que era un potro, y Angelita, una machona muy de temer, campaban por sus respetos y hacían de su capa un sayo.

Y al mismo tiempo le propinaba otro bárbaro pellizco que el bienaventurado Jacinto recibía con el mismo éxtasis y recogimiento. ¿Viniste por Entralgo? No, vine por el monte á caer sobre Rivota. Has hecho bien, porque podías tropezar con los mozos de este pueblo que son muy burros. El joven se encogió de hombros con profundo desprecio. Los mozos de Lorío no me hacen á daño.

Don Bernardino añadió que era muy fácil asegurar que él, el padre, iba a pagarlos; pero si tenía el muchacho pendiente con el corredor Rocchio una deuda de cincuenta mil nacionales, lo que hacía la suma de doscientos cincuenta mil nacionales por la parte solo de Jacinto. Y, ¿qué vas a hacer, Bernardino? preguntó la señora ansiosamente.