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Por fin la dio: «¿Jacinta?... No, aquí no está». Poco más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer de siempre, segura, impávida y tan dueña de su palabra como de sus actos.

El maldito inglés tuvo la culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué... Cierto. Como estabas... Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La palabra horrible negábase a salir de su boca. Dilo, hija.

Nada de comedias... porque eras muy comiquito. Gracias que yo te conozco ya las marrullerías, y algunas bolas me trago; pero otras no. ¿De veras que vas a contármelo todo? La idea de perdonar electrizaba a Jacinta, poniéndola tan nerviosa que echaba chispas. No cabía en de inquietud, pensando en lo grande del perdón que tenía que dar en pago de lo enorme de la sinceridad que se le ofrecía.

Ni el deshonor, ni el matrimonio la han curado de esta manía. ¿No te parece a ti que es manía? A Jacinta le acudieron tantas ideas a la mente, que no sabía con cuál quedarse, y estaba perpleja y muda.

Restauradas las fuerzas, la alegría se desbordaba de aquellas almas. «Ya no me marean los algarrobos decía Jacinta ; bailad, bailad. ¡Mira qué casas, qué emparrados! Y aquello, ¿qué es?, naranjos. ¡Cómo huelen!».

Después hubo gran tertulia en el salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había despertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación.

El Cristo del Gran Poder y la Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran cromo con la Numancia, navegando en un mar de musgo, y otro cuadrito bordado con dos corazones amantes, hechos a estilo de dechado, unidos con una cinta. Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego.

Rosita apilaba pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los estarcidos. Y las suscriciones de entregas preguntó Guillermina , ¿dan algo que comer?

Una de las cosas que más cautivaban a Jacinta era aquella costumbre de los patios amueblados y ajardinados, en los cuales se ve que las ramas de una azalea bajan hasta acariciar las teclas del piano, como si quisieran tocar. También le gustaba a Jacinta ver que todas las mujeres, aun las viejas que piden limosna, llevan su flor en la cabeza.

Jacinta se inclinó para oír mejor. El miiii sonaba ya tan profundo que apenas se percibía. «Sácalos» dijo la dama con voz de autoridad indiscutible. Deogracias se volvió a poner en cuatro pies, se arremangó el brazo y lo metió por aquel hueco. Jacinta no podía advertir en su rostro la expresión de incredulidad, casi de burla.