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Tocaba á Itobad responder, y dixo que él no entendia de adivinanzas, y que le bastaba haber sido vencedor lanza en ristre. Unos dixéron que era la fortuna, otros que la tierra, y otros que la luz. Zadig dixo que era el tiempo.

Ilustres señores, dixo en fin Zadig, yo he tenido la honra de vencer en el palenque, que soy el que tenia las armas blancas. El señor Itobad se revistió de ellas miéntras que yo estaba durmiendo, creyendo que sin duda le sentarian mas bien que las verdes.

Presentóse el primero un señor muy rico, llamado Itobad, tan lleno de vanidad como falto de valor, de habilidad, y de entendimiento. Habíanle persuadido sus sirvientes á que un hombre como el debia de ser rey, y él les habia respondido: Un hombre como yo debe reynar.

Habíanle armado pues de piés á cabeza: llevaba unas armas de oro con esmaltes verdes, un penacho verde, y la lanza colgada con cintas verdes. Por el modo de gobernar Itobad su caballo, se echó luego de ver que no habia destinado el cetro de Babilonia á un hombre como él el cielo.

El primer caballero que corrió lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tiró por las ancas del caballo á tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volvió á montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltó la risa.

Pasmado Itobad, como era su costumbre, de las desgracias que á un hombre como él sucedian, no hizo resistencia á Zadig, que muy á su sabor le quitó su magnífico yelmo, su soberbia coraza, sus hermosos braceletes, sus lucidas escarcelas, y así armado fué á postrarse á las plantas de Astarte.

Itobad decia al fin que no habia cosa mas fácil, y que con la mayor facilidad habria él dado con ello, si hubiera querido tomarse el trabajo. Propusiéronse luego qüestiones acerca de la justicia, del sumo bien, del arte de reynar; y las respuestas de Zadig se reputáron por las mas sólidas. Lástima es, decian todos, que sugeto de tanto talento sea tan mal ginete.

Desnudó Zadig su espada despues de hacer una cortesia á la reyna, que agitada de temor y alborozo le miraba; Itobad desenvaynó la suya sin saludar á nadie, y acometió á Zadig como quien nada tenia que temer. Ibale á hender la cabeza de una estocada, quando paró Zadig el golpe, haciendo que la espada de su contrario pegase en falso, y se hiciese pedazos.

La reyna, á quien informáron de su arribo, vacilaba agitada de temor y esperanza; y llena de desasosiego no podia entender porque venia Zadig desarmado, ó como llevaba Itobad las armas blancas. Alzóse un confuso murmullo así que columbráron á Zadig: todos estaban pasmados y llenos de alborozo de verle; pero solamente los caballeros que habian peleado tenian derecho á presentarse en la asamblea.

Sin dificultad probó Cador que pertenecian estas armas á Zadig, el qual por consentimiento unánime fué alzado por rey, con sumo beneplácito de Astarte, que despues de tantas desventuras disfrutaba la satisfaccion de contemplar á su amante digno de ser su esposo á vista del universo. Fuése Itobad á su casa á que le llamaran Su Excelencia.