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Por una miseria, que era lo que solicitaba al presentarse cansado y hambriento, no valía la pena de irritarlo, atrayéndose su venganza. El ganadero, que galopaba solo por las llanuras donde pacían sus toros, tenía la sospecha de haberse cruzado varias veces con el Plumitas, sin conocerlo.

Viéndose requerida de amores los aceptó cual si temiera ser cruel no siendo agradecida, y luego las palabras dulces, las promesas cariñosas, fueron invadiéndole apaciblemente el espíritu, como algo inesperado, pero natural y espontáneo, que llegada su hora le florecía: en el alma, y comenzó a recrearse en ello y gozarlo, saboreándolo a modo de un bien supremo, legítimo y honesto, sin irritarlo con estímulos de la impureza, ni envilecerlo con perversiones de la imaginación.

Sin embargo, me pareció que no me tocaba intervenir en el asunto, cuando de repente, y con gran sorpresa mía, cruzó Flavia las manos y exclamó con agitada voz: ¿Te parece bien irritarlo así? ¿Irritarlo? ¿A quién? ¿Cómo? Haciéndolo esperar tanto. Pero, prima mía, si yo no quiero hacerlo esperar ni... ¿Es decir, que puede entrar? Sin duda, si se lo permites. Flavia me miró con curiosidad.

Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad.