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Despues llegó el insular, se instaló en el extremo opuesto del salon y se puso á escribir tambien, interrumpiendo de tiempo en tiempo su tarea para meditar. Tentóme la curiosidad y pasé por detras para ver lo que hacia.

Sentóse á la mesa, y habiendo oido decir que un vapor iba á partir para Barcelona, desapareció pocos momentos despues. Cuando fuí á bordo, al instalarme en un camarote, encontré al parsimonioso insular establecido en la tarima superior, tocándome la de abajo. Quise saludarle, á fuer de compañero de habitacion, pero no se dignó mirarme sino con la esquina de un ojo.

Al dia siguiente, cuando me vió salir de debajo de su tarima, el insular se sonrió, mirándome con una mezcla de recelo y curiosidad. Sin duda hacia la observacion de que si él era mi sombra de viaje yo era también la suya. Le saludé, y apénas hizo el sacrificio de inclinar la cabeza. Despues nos tuvimos que sentar juntos á la mesa á fuer de vecinos.

El insular, como todos sus compatriotas que viajan, tenia vieja amistad con el mar, y el puente del vapor le gustaba de preferencia. Yo, entretanto, leia ó dormia en el camarote, una vez que se perdió de vista la costa de Marsella. Al dia siguiente desde mi alcoba, en el hotel de las «Cuatro naciones», en Barcelona, que en la pieza contigua silbaba alguno el himno británico God save the queen.

Cuando una masa insular ó continental, cuya altura llega á centenares ó millares de metros, recibe lluvias abundantes, van quedando sus vertientes gradualmente esculpidas en barrancos, cañadas y valles; la uniforme superficie de la meseta se recosta en cimas, aristas y pirámides; se ahueca en círculos, hoyas y precipicios; aparecen poco á poco sistemas de montañas donde existe el terreno liso en extensión enorme.

De pronto volví la vista hácia un extremo del salon: el Inglés, el interminable Inglés estaba allí, en otro rincon, almorzando!... Me vió, me hizo un saludo, como diciendo: "¡Diantre! U. por aquí otra vez!" y ámbos soltamos una ruidosa carcajada que causó extrañeza á los que no estaban en el secreto. Tales fueron mis relaciones con aquel honorable insular, inseparable compañero.

Si la credulidad candorosa del insular nos hizo sonreír, confieso que no pude comprender el orgullo con que los ciudadanos de Lucerna conservan ese extraño monumento, que á mis ojos no era sino un padrón de infamia, ó por lo menos una tristísima reminiscencia.

Así como el gris tenebroso de edades provectas doraron las máximas puras de las Analectas, y en ellas el Asia, rompiendo el sopor secular, la voz escuchó del que luego escribiera a Corinto, tu noble evangelio de honor y de patria, ¡oh Jacinto!, nimbando a tu raza, engrandece la historia insular.

Todo lo que pude arrancarle, al cabo de cinco dias, fué un thank you, sir, sordamente pronunciado, por haberle acercado un plato de naranjas. Un dia desapareció mi insular. Confieso que me hizo falta ese compañero mudo, que me picaba la curiosidad por su reserva.

Un criado le respondió en frances: Numéro cinq; pero nuestra insular, confundiendo el sonido de la palabra cinq con el de cent, se fué derecho al número 100, que en todos los hoteles es el distintivo característico de cierta localidad que no se puede nombrar.